Relato de una deriva

Por los rituales y códigos de la identidad Argentina

Paloma Labay Renedo

Te despertás, mirás el reloj de tu teléfono y ves que son las 9 de la mañana de un hermoso domingo. Entran los rayos de sol por tu ventana y te levantás a poner el agua para el mate. En ese momento, te quedás mirando a la nada y pensando en todo y se te ocurre la maravillosa idea. ¿Hoy estaría para un asado, no? Y en el mismo instante que te surge la idea, ya le empezás a escribir a tus grupos de amigos de whatsapp de confianza. Y a eso de las 10 de la mañana ya tenés a todos organizados y empezás a prender el fuego mientras hacés la montañita de leña. Llamaste al cacho que se encarga de traer la carne, ya que tiene su carnicero particular. *En Argentina no tenés solo tu mecánico o tu médico de confianza, también tenés tu propio carnicero. Y delivery, obviamente*. Viene con la Moni que trae la ensalada de tomate y cebolla y una mayonesa casera. Después viene el Mario que trae el pan, un par de vinos y la soda. Y la vecina, que justo pasó a tomar un mate y se sumó dijo que traía un flan casero. 

Hay rituales que están en casi todas las culturas: los cumpleaños, las navidades, los funerales, las bodas. Ya nos vienen incorporados, y nadie se pregunta demasiado por qué se hacen, pero están ahí, marcando el paso del tiempo y juntando a la gente. Después, cada cultura tiene los suyos. En Cataluña, por ejemplo, está el Caga Tió, Sant Joan, Tot Sants. Algunos más grandes, más públicos, y otros más de cada familia o de cada pueblo, como las calçotadas o salir a buscar setas. Y en Argentina también, claro. Tenemos nuestros rituales más conocidos, más “mainstream” si se quiere, pero no por eso menos importantes. Como el asado, el mate, o el futbol. Ya que, como dice Martin Segalen, “[…]el ritual no es solo la ceremonia, sino todo lo que organiza: el tiempo, el espacio, los vínculos.”. Y muchos de ellos vienen a través de la reunión delante de una mesa, en la que hay lo que mas nos gusta, la comida. A veces desde el cocinar juntos, cómo podrían ser los ñoquis del 29 o el envasado de conservas de tomate y otros desde el simple disfrutar. 

Cuando hacemos un asado (la fiesta, la ceremonia) hay una manera explícita que siempre se repite de hacer las cosas. Como leíamos al principio; está el que organiza, el que pone la casa, los que traen las ensaladas, las bebidas, cada uno trae sus platos y cubiertos, se pone la mesa, se hace el fuego, se elige el asador al cual le van sirviendo el vino, y el cuál va sirviendo la carne. Y se explican historias, o anécdotas las cuales se van repitiendo. Y descubrimos que el ritual, es tan solo un vehículo para reunirnos y relacionarnos. Es una excusa, un marco, una invención para reírnos juntos. La Moni se enoja por lo caro que está todo, mientras el Mario le prepara un sodeado. Como todos los domingos. El ritual no necesita necesariamente una religión para existir. Basta con que el gesto repetido tenga un valor simbólico compartido. 

Un día cenamos con unos amigos en Argentina. Era una noche espectacular, de esas de verano que son las diez de la noche y no hace falta ni una camperita. La cuestión es que empezamos a debatir, sobre la organización de la siguiente juntada. Pero el tema más importante era, qué íbamos a comer.

“- ¡Asado! Aparte es mi casa, y decido yo – Dijo el Charly

– No, más asado no. ¡Ya estamos hartos!  – Todo el resto. –

El Charly, insistente. Obviamente siguió con que el quería asado. Pero esta vez incluyo una razón magnífica, que me dejó pensando. 

-La otra vez me pasó con unos amigos, que pedimos unas pizzas. Estuvimos una hora charlando meta birra hasta que llegaron las pizzas, las comimos, tomamos un par más y ya estábamos. Y nos quedamos todos mirándonos las caras. Así qué dije, no me pasa más. Hay que hacer asado. Porque así vamos tranqui, y nos deja tiempo para charlar y comer sin apuro.“

Por lo que algo que a priori algo que parece una desventaja de tiempo, se transforma en un símbolo de resistencia del tiempo profano que comenta Elíade. 

“El tiempo sagrado es, por su propia naturaleza, reversible, en el sentido de que, al celebrarse un ritual, el creyente vuelve al mismo tiempo mítico en que tuvo lugar por primera vez. […] El tiempo profano, en cambio, es lineal: es el tiempo histórico, en el que no se puede volver atrás.”

Eliade, M. (1981). Lo sagrado y lo profano. Madrid: Guadarrama, p. 68.

En General Alvear, el pueblo del sur de Mendoza de donde soy, hay una zona que se llama “El boulevard”. Este espacio es un lugar extremadamente simple, pero es la moda nocturna del pueblo. Es una calle larga en el centro del pueblo donde se hacen las once de la noche, y la gente empieza a caer con el mate, o algo fresco para tomar. Y a las 2am es el momento de máximo furor. Donde obviamente no alcanzan todos los bancos que hay para sentarse, por lo que la gente trae sus reposeras.

En Argentina hay todo tipos de sillas. Unas mas viejitas, como aquella que tenía la abuela en el fondo de su casa, que solo la sacaba cuando faltaba un lugar. También los sillones, aquellos con tapizados de texturas o flores. Sillas ornamentadas, de plástico o de tela y aluminio típica de los barsitos. Los bancos de las plazas, las sillas de chapa de las heladerías. Sillas hechas a partir de otras sillas, sillas caseras, sillas arregladas y sillas preferidas. En Argentina existen todo tipo de sillas. Pero ninguna silla tiene un papel tan protagonista, y tan arraigada a la cultura como es la silla de camping: la reposera. La reposera es un invento extraordinario, porque se usa para casi todo pero para lo que menos se usa es para ir a la playa. Ya que la reposera es la silla-móvil por excelencia. Y obviamente acostumbra a ser una silla heredada, que pasa de generación en generación que lo único que hacés es cambiarle tela o soldarle algún tubito. Seguramente ahora mismo podrás verla por todos lados, no hay persona que no tenga una silla de estas. Y tanto te sirve como para llevarla a un asado, como para ir al parque, como tomar mate con tus amigos en el boulevard. Es una silla multifunción, que solo por el hecho de existir en el espacio público, tiene la capacidad crear un lugarsito. Un espacio efímero de conexión.

En España también encontramos mucha variedad de sillas, de colores, formas, texturas y materiales. Muchísimas más sillas que las que podemos llegar a ver en Argentina. Y mucho más modernas también. Pero la reposera que hay en España, sirve para ir a la playa. O quizás la que más podría parecer es la silla de camping típica del Decathlon, con un diseño mucho más eficiente y práctico, pero que solo sirve en un espacio “habilitado según la ley para hacer uso de la vía pública”. La reposera Argentina es una silla mágica que está al borde de la ley, es un vacío legal terriblemente casero y exageradamente mágico.


Otro de los grandes objetos de la identidad nacional es la aclamada: Pelopincho. En el patio de una casa Argentina hay una serie de objetos que son infaltables e infalibles. Una mesa con sillas, una parrilla, un toldo/sombrilla/enredadera, un tenderete, un par de plantas y cómo no. Una pelopincho.  A veces muy chiquita, medio escueta, con un par de arreglos o tres. Pelopinchos truchas. Incómodas de armar, difíciles y sin manual de instrucciones. Y otras veces doñas Pelopincho, que casi podrían ser casi una pileta climatizada. Con su sistema de barrefondos incluído. 


Mi abuela tiene esta última, la pelopincho de las pelopinchos. El ferrari, el 4×4. Y la salvadora de los veranos a 40 grados a la sombra.  Igual no es solo una pileta: es un territorio. Un lugar donde hacer sobremesa, donde tirarse de bombita, lavarse patas, tomar mate con los pies adentro, charlar hasta que el agua se entibie. Es una especie de plaza portátil, un espacio de lona azul y caños blancos.

Ahora vamos a pasar a los códigos culturales, que son aquellos que podemos entender cuándo nos adentramos bien en una cultura. A simple vista no se ven, se nos escapan, pero al comprenderlos podemos entender una parte necesaria e importante de una identidad. 

“La imagen no es algo que se ve, sino algo que se lee.”

— John Berger, Modos de ver (1972)

Por ejemplo, en las carreteras nacionales, donde solo encontramos comúnmente dos carriles: uno para ir y otro para venir. Es común tener que pasar a camioneros en la noche, y con poca luz. Cosa que en muchos casos puede ser una tarea compleja, y donde las señas de luces dan la solución perfecta.

Es de noche, no hay mucha luz y no sabés si de lejos viene una auto que no ves o hay una curva. Justo adelante tenemos un camión y le vamos a hacer dos toques a la luz para preguntarle al camionero si podemos pasarlo. Viste, ahí respondió con el guiñe izquierdo. Y bajo un acto de confianza al conductor anónimo del camión, vamos a confiar y a hacerle caso. Bajamos un poco la marcha, para darle más furia y le adelantamos rápido por la izquierda. Listo, es un minuto de tensión pero te acostumbrás. Ahora le vamos a poner el intermitente para decirle “gracias”. Y ahí me respondió él con el mismo toque toque de luces, “de nada”. 

Sigamos con el aplauso. Por un lado, tenemos el aplauso de agradecimiento que compartimos con la mayor parte del mundo. Solo que en Argentina, una de las situaciones más usadas y que marca el cierre de un rito es innegable “Un aplauso para el asador”. Pero que, gracias a la funcionalidad del sonido que emite el aplauso tenemos dos aplicaciones en tipos de terrenos diferentes: 

El aplauso como método de timbre, cuando queremos saber si hay alguien en casa. (Ya que en muchas de las casas Argentinas no hay timbre, y hay rejas que no nos dejan llegar a la puerta). Y el aplauso que se usa cuando un niñx se pierde en la playa, el más impresionante de ver. Porque vemos como una masa de gente empieza a aplaudir mientras el niñx va caminando para que sus padres lo encuentren a través del sonido. Es un ritual colectivo que organiza el caos desde el sonido. Mágico e ingenioso. 

Otro es el código de la botella, que se usa para anunciar que un coche se vende. Se pone arriba del capot o el techo del coche. Parece que alrededor de los 90 si querías poner un anuncio de que se vendía tu coche tenías que pagar un impuesto, y a alguien se le ocurrió esta estrategia para burlar la ley. Y parece un gesto accidental. Una distracción. Un borracho que olvidó la birra. Pero no. Es un mensaje silencioso, eficiente, mágico. Una mini escultura de código popular. Un cartel sin letras. Un diseño sin diseñador. Una solución que parece chiste, pero funciona.

“Los códigos lingüísticos forman parte del “capital cultural”: son llaves que te abren o te cierran el acceso a ciertos mundos simbólicos. Hablar “el mismo código” no es sólo una cuestión de idioma, sino de pertenencia.” 

Bourdieu, P. (1988). La distinción: criterios y bases sociales del gusto. Madrid.


Por lo que los códigos están en todo: en lo que hacemos, en cómo lo decimos, en lo que callamos. Algunos son de subsistencia, otros de pertenencia, otros de afecto. Pero todos nos atraviesan. Porque hablar también es hacer memoria. Y cada palabra, cada gesto, cada objeto que usamos para comunicarnos es parte de ese archivo vivo que llevamos encima. Eso que llamamos identidad, muchas veces, no está escrito. Se improvisa, se comparte, se transmite. Como un mate. Como un truco bien jugado. Como una reposera que aparece justo donde hacía falta sentarse un rato.

Extracto del trabajo final de carrera adaptado de:

“Derivas y rituales. Cartografía de un viaje en colectivo.

Paloma Labay Renedo

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