Por Dani Colom
En los inicios de la era digital, internet fue concebido como un lugar utópico, un territorio descentralizado en el que poder compartir conocimientos, establecer vínculos con personas del otro lado del mundo e incluso consiguió democratizar la información. No obstante, este ideal no tardó mucho en enfrentarse a su lado más oscuro, puesto que, internet, hoy en día, es un campo de batalla simbólico. No importa dónde estés, si es en Instagram, X (antes conocido como Twitter), TikTok o dentro de algún videojuego. La red es un lugar donde se vierten discursos de odio, acoso, insultos y violencia gratuita. No importa qué espectro político u opinión tengas, siempre habrá alguien dispuesto a atacarte.
La toxicidad en internet se puede manifestar de múltiples maneras y adoptar formas muy distintas. Los insultos, las amenazas, el acoso constante, los linchamientos virtuales, el troleo y las cancelaciones son las más conocidas. Este fenómeno afecta a todas las plataformas en la red, y es especialmente visible en redes sociales, foros y dentro del mundo de los videojuegos online. Los patrones en todos estos ámbitos siguen siendo muy claros; comentarios despectivos que buscan atacar el físico o el intelecto, también la persecución por tener una opinión divergente o que no encaja con la narrativa mainstream o, simplemente, violencia gratuita con el objetivo de anular completamente la presencia del otro.
Uno de los aspectos más inquietantes y preocupantes es el fenómeno de su normalización. Una gran parte de los usuarios ha aprendido y se ha adaptado para convivir con la hostilidad como si fuese una parte inherente de la experiencia digital. Frases como “no te lo tomes personal, es internet” se repiten como fórmula para quitar la responsabilidad a los victimarios y echar toca la culpa a la víctima. La banalización de la violencia digital es uno de los problemas más predominantes que obstaculizan el progreso que se intenta hacer para frenar las agresiones.
El anonimato, aunque clave para preservar la libertad de expresión en ciertos contextos, actúa como un arma de doble filo. Sirve como escudo protector para quienes quieran ejercer violencia si ningún tipo de consecuencia. Enmascarados tras pseudónimos, muchos usuarios aprovechan esta ventaja para liberar sus propias frustraciones y complejos proyectando tsunamis de odio hacia otros cuerpos, otras ideas, otras voces… Esta desinhibición genera un efecto multiplicador en el que la toxicidad se convierte en el lenguaje colectivo y en un modo de relación entre usuarios.
La toxicidad en internet no se limita únicamente a comentarios anónimos de personas aleatorios sin consecuencias aparente. A lo largo de los últimos años, estamos viviendo una transformación del mundo digital, en el que las reglas de juego y las dinámicas de justicia se distorsionan, en el que, cualquier persona puede ser el juez, el jurado, el verdugo y el acusado. Los llamados “linchamientos digitales”, conocidos mejor con el nombre de “cancelación” o de “funa”, son una consecuencia directa de esta nueva deriva que se ha formado.
Las cancelaciones se tratan de procesos en los que personas, ya sean anónimas o famosas, son expuestas públicamente por una conducta o una opinión controvertida o que no es bien vista por un sector de la población. Son sometidas a juicios de la moral, a oleadas masivas de críticas negativas, acoso, amenazas de muerte… siendo “asesinados” socialmente. Lo más alarmante es que estos procesos no siguen un protocolo claro, ni siquiera contemplan el derecho a réplica o el contexto, simplemente es necesario una captura de pantalla fuera de lugar, un tuit de hace 13 años malinterpretado o una opinión impopular para desencadenar el mecanismo de la cancelación social.
Paralelamente a las cancelaciones, el caso de los videojuegos online es especialmente paradigmático. En muchos espacios de gaming competitivo, las dinámicas agresivas, racistas, machistas y homófobas están a la orden del día. Juegos como Dead by Daylight, un multijugador asimétrico con una comunidad extensa y muy activa, han sido denunciados reiteradamente por la agresividad, toxicidad y el acoso en partidas. El lenguaje ofensivo y formas de jugar que se emplean con el único motivo de hacer que el oponente tenga la experiencia de juego más miserable posible están a la orden del día.
En el caso de la comunidad de Dead by Daylight se ha convertido, en muchos aspectos, en un microcosmos donde se replican las dinámicas tóxicas de las redes: elitismo, purismo en las formas de jugar, cancelaciones por estrategias poco populares, y una hipervigilancia constante de las acciones del otro. Lo más preocupante es la naturalización de estos comportamientos, puesto que muchos jugadores asumen la toxicidad como “parte del juego”, como si insultar o humillar al oponente fuera un derecho adquirido por participar en una experiencia competitiva. Esto pone de relieve la falta de educación, empatía e inteligencia emocional en los espacios digitales, y la ausencia de modelos saludables de comunicación en contextos de ocio.
La responsabilidad, en este caso, no recae únicamente en los usuarios, sino también en los desarrolladores de los videojuegos y en las plataformas que los alojan. ¿Qué herramientas ofrecen para denunciar comportamientos abusivos? ¿Qué mecanismos existen para mediar conflictos sin recurrir al castigo público? ¿Qué responsabilidad tienen en la construcción de comunidades sanas y respetuosas? Es cierto que en el caso de DBD, se intentó mitigar la toxicidad añadiendo un filtro de juego inteligente que busca censurar los insultos o palabras mal sonantes. No obstante, en vez de ayudar, lo único que nos ha dejado es un sistema fallido que censura prácticamente cualquier palabra y que puede llegar a hacer que algunos comentarios no agresivos suenen mal e incentiven aún más a buscar maneras de saltarse el filtro para atacar a otros usuarios.
En redes sociales como X, la toxicidad es el pan de cada día. Es la red social por excelencia que se te viene a la cabeza cuando piensas en “estercolero de opiniones”. Es un sitio inhóspito en el que la opinión pasa a un lado y todo se convierte en una guerra virtual de ataques personales, “doxeos”, agresiones y acoso imparable. Así mismo, tenemos Instagram, un lugar dónde está mal visto dejar comentarios positivos, y está normalizado dejar despectivos con total impunidad. Únicamente es necesario navegar por la aplicación y por sus “Reels” para encontrarte comentarios con centenares de miles de me gusta que simplemente se dedican a insultar, atacar o menospreciar. Este fenómeno también se ve incrementado por cuentas que resuben contenido preexistente para burlarse y dar rienda suelta en su sección de comentarios a sus seguidores.
Frente a esta terrible realidad, es necesario preguntarse: ¿dónde están los límites y quién los pone? Las plataformas digitales, amparadas en un modelo de negocio basando en la atención y polarización de las masas, han actuado con una pasividad muy preocupante. Aunque existen normativas comunitarias y mecanismos de denuncia o de “reporte”, su aplicación es irregular y, en una gran cantidad de casos, ineficaz. La automatización de estos procesos y la opacidad de los algoritmos dejan a las víctimas en una situación de indefensión.
Las palabras tienen un peso muy real, y sus efectos puedes llegar a ser devastadores. Ansiedad, depresión, aislamiento social, miedo a expresarse y hasta pensamientos suicidas con algunas de las muchas consecuencias que han sido denunciados públicamente por víctimas del acoso y la toxicidad en línea. En los casos más extremos, como el de Amanda Todd, quién fue una chica estudiante que padeció ciberacoso y chantaje por un usuario anónimo que no la dejó en paz y difundió fotografías comprometidas de ella. La presión constante y el ciberacoso, terminó optando por quitarse la vida, no sin antes publicar un vídeo de nueve minutos en YouTube en el que relata sus experiencias personales.
Esta violencia también tiene un efecto silenciador en muchas personas. Muchos usuarios, sin importar su sexo, raza, orientación sexual u opinión política, optan por retirarse de los espacios digitales para proteger su salud mental. Así, la toxicidad no daña individualmente, sino que empobrece colectivamente la conversación pública, limitando la diversidad de voces y opiniones, reproduciendo las lógicas de exclusión.
La violencia digital no es un daño menor ni un simple efecto colateral de la libertad de expresión, es una forma real de agresión que deja secuelas profundas en quienes la sufren. Su normalización, especialmente en redes sociales y videojuegos evidencia una preocupante carencia de educación emocional en los espacios digitales y una grave falta de responsabilidad por parte de las plataformas que los alojan. La deshumanización, el juicio constante y el anonimato mal gestionado han convertido internet en un entorno hostil donde el miedo a hablar o mostrarse auténtico limita la diversidad y empobrece la conversación colectiva.
Para revertir esta deriva, es necesario un cambio estructural dentro de internet. No basta con filtros automáticos ni sanciones puntuales: se requiere una cultura digital basada en el respeto, la empatía y el pensamiento crítico. Tanto los usuarios como las empresas tecnológicas deben asumir su parte en la creación de espacios seguros y saludables. Solo así podremos recuperar la promesa original de internet como un lugar de encuentro, aprendizaje y libertad, sin que ello implique renunciar a nuestra dignidad ni a nuestra salud mental.
