Por Solangie Dota
La vivienda, desde una perspectiva práctica, es simplemente un espacio físico destinado a cubrir las necesidades básicas de refugio y protección. En términos más informales, cuatro paredes y un techo en el que poder estar. ¿Pero, realmente se limita a esa descripción? En la actualidad, la vivienda se ha transformado en algo mucho más complejo: no solo es un techo, es un punto de encuentro obligado, una estrategia de supervivencia, y paradójicamente, un puente entre la precariedad y la pertenencia.
Hoy en día, ser joven y querer independizarse se ha convertido en un sueño anhelado y no en una realidad para la mayoría. La situación actual se resume en: comprar una vivienda es una utopía para muchos y alquilar un piso en solitario se ha vuelto un lujo para unos pocos. Esto ha resultado en que compartir piso se vuelva el modo estándar para toda una generación. No hace falta profundizar en aspectos como la economía, contratos de trabajos inestables, sueldos bajos y precios desorbitados para entender que terminan empujando a jóvenes (o no tan jóvenes) a compartir no solo un espacio entre ellos, sino también una vida.
Es entonces cuando se encuentran personas en la misma situación y aceptan esta nueva manera de vivir por necesidad. Es la vivienda la que los une y es cuando ocurre una transformación: la vivienda pasa a ser un vínculo entre personas y no solo cuatro paredes y un techo donde poder estar. Lo que nace por necesidad se convierte en algo más. Al final, compartir piso también significa compartir rutina y compartir un espacio en el que sentirse seguro, y esto resulta en una familia accidental.
Se acaba convirtiendo en un hogar cuando entran emociones y la conexión de las personas que residen, porque cada persona que comparte ese espacio contribuye, de alguna manera, crea un vínculo emocional que transforma lo físico en algo mucho más grande y trascendental. Esas simples paredes empiezan a contar historia y los lugares de la vivienda recobran sentido. Es increíble la manera en la que las personas nos adaptamos las unas a las otras.
Aun así, no hay que mirar solo con ojos de cariño lo que en realidad es una consecuencia a un sistema fallido, porque al final, la situación de compartir piso no es una elección, sino la única opción para muchos. Lo que realmente preocupa es la normalización de esta precariedad, se empieza a olvidar que el derecho a la vivienda es un derecho que pertenece a todos y no solo a unos cuantos.
A pesar de toda esta situación, se puede observar lo profundamente humano que se encuentra en nosotros al adaptarnos de tal manera, como convertimos el espacio compartido en un hogar improvisado y aprendemos a convivir con más conciencia. Claro está que adaptarnos no significa que debamos resignarnos, no podemos renunciar a nuestra propia privacidad, a la estabilidad y al bien estar. No podemos renunciar a lo que necesitamos y merecemos. Porque merecemos más que sobrevivir compartiendo pisos, merecemos vivir con dignidad, con la posibilidad real de elegir como, donde y con quien queremos compartir un vínculo tan fuerte como es la vivienda. Nuestros derechos deberían pertenecernos siempre.
Puedo afirmar entonces, que la descripción de vivienda no se limita a cuatro paredes y un techo, sino que se trata de un espacio que actualmente se puede ver como un tejido de relaciones humanas, donde se encuentra lo íntimo y lo colectivo, un espacio que habitamos con todo lo que somos. Se trata de un espacio del cual cada persona tiene derecho habitar y no está siendo permitido.
