Pau Pueyo García
Cada vez más, vemos obras donde los espacios domésticos —habitaciones, pasillos, cocinas— dejan de ser fondo y pasan a ser protagonistas. Se vuelven escenarios vivos, íntimos, llenos de sentido. Ahí, cada objeto, espacio y gesto se transforma en una forma de cuestionar lo que entendemos por “normalidad”
dentro de nuestras propias casas.
Un ejemplo reciente de esto es la obra performática que está llevando a cabo Xavi Bochino en Madrid. Su pieza se llama Aprendiendo a estar solo. Vive —literalmente— dentro de un escaparate. Hay una cama, una planta, una lámpara, algunos libros. Lo básico para pasar los días: comida, agua y tiempo. Afuera, la ciudad sigue corriendo. Pero dentro de esa vitrina está él, solo.
“Esta ventana da hacia adentro”, dice Xavi. No se trata solo de mostrar lo íntimo, sino de mirar hacia no mismo. Lo que parece una exposición se convierte en introspección.
En una coreografía silenciosa donde lo cotidiano —hacer la cama, leer, regar una planta— se vuelve casi poético.
Esta performance, tan sencilla en apariencia, toca algo profundo. ¿Qué significa habitar un lugar? ¿Qué es una casa cuando está hecha de vidrio y cualquiera puede ver? ¿Y qué pasa cuando la casa se convierte también en compañía, en espejo, en carga? Xavi no está solo en esta conversación. Hay una
genealogía de artistas que también han exploradoestas preguntas. Como Tehching Hsieh, que en 1978 se encerró en una habitación durante un año entero. Sin hablar, sin leer, sin escribir. Solo estar ahí. Día tras día. Una experiencia extrema, donde el hogar dejó de ser comodidad para convertirse en una especie de celda. O en un templo. O ambas cosas a la vez. Sophie Calle, por su parte, decidió colarse
en la intimidad ajena. En “L’Hôtel”, trabajó como camarera y documentó lo que encontraba en las habitaciones de un hotel parisino: fotografías, cartas, zapatos. Huellas de otros. Historias sin palabras. Porque, a veces, habitar también es eso: dejar rastros. Hacer del espacio una narración involuntaria.
Y luego está Marina Abramović, con sus rituales cargados de historia. En Cleaning the Mirror, limpia huesos humanos como quien limpia el alma. Un gesto simple —limpiar— que, en ese contexto, pesa como una piedra. Su hogar no es acogedor, es memoria. Es duelo. Y, sin embargo, ahí también hay belleza.
El coreano Do Ho Suh construye casas de tela, livianas, flotantes, hechas de recuerdos. No se habitan con el cuerpo, sino con la emoción. Uno camina por sus pasillos de gasa como quien atraviesa la nostalgia. Y es inevitable pensar en Xavi, en su cama de escaparate, como una extensión de esa misma lógica: una casa real pero frágil. Una casa que no es del todo suya, pero que, por unos días, lo contiene.
Porque eso también está en juego: ¿qué es tener casa? ¿Un techo? ¿Un espacio propio? ¿Un rincón donde estar tranquilo, aunque sea observado? Bochino habita una vitrina, sí. Pero la pregunta de fondo es otra: ¿cuántas personas viven expuestas, vigiladas, sin puertas que cierren? ¿Cuántos habitan espacios donde el silencio no es elegido, sino impuesto?
El arte no siempre da respuestas. Pero sí abre preguntas. Y Bochino lo hace sin decir una palabra. Solo estando ahí, día tras día, en su cama delante del cristal. Nos obliga a mirar lo que normalmente pasamos por alto: lo que hacemos cuando nadie nos ve. O cuando todos lo hacen. Cómo nos enfrentamos al tiempo. A la soledad. A nosotros mismos. Quizá la revolución no empiece en las calles. Tal vez esté en la sala, en la cocina, en la forma en que descansamos o miramos por la ventana. En
cómo habitamos. Pero también, en cómo dejamos que los espacios nos habiten a nosotros.
Y, a veces, todo eso cabe en un escaparate.
