Los espacios que nos habitan

En nuestra sociedad, tendemos a pensar en la vivienda como un bien material: una propiedad que se compra o se alquila, un número en un contrato, una superficie en metros cuadrados. Sin embargo, es interesante plantearnos las ideas intangibles que giran en torno a este concepto.

La película Here (2024), dirigida por Robert Zemeckis y basada en la novela gráfica homónima de Richard McGuire, ofrece una reflexión única sobre el concepto de la vivienda y el paso del tiempo. En lugar de narrar una historia lineal, el director nos invita a experimentar una narrativa visual que va más allá de los límites físicos de una habitación, proponiendo que los lugares donde vivimos no solo sirven de contenedores de nuestras vidas, sino también de testigos silenciosos de los cambios que las personas experimentamos a lo largo de las mismas. A través de la repetición del mismo espacio y sus transformaciones durante años, decenios, siglos y milenios, Here redefine la vivienda no solo en su dimensión física sino como una cápsula de memoria individual y colectiva, es decir, como un punto de intersección entre el ser humano y su entorno.

El resultado es una meditación visual sobre el tiempo, la memoria y la vivienda. Here nos recuerda que cada lugar que habitamos guarda algo de nosotros mismos, incluso cuando ya no estamos presentes. Lo más sorprendente del largometraje es que, a pesar de que la cámara no se mueve del mismo encuadre durante casi toda la obra, la historia nunca deja de avanzar. Cada escena muestra un fragmento distinto del tiempo, a veces con décadas de diferencia entre una imagen y la siguiente. La historia transcurre en un solo lugar: una habitación que sufre una serie de modificaciones a través del paso del tiempo, cuya esencia permanece inmutable. Este espacio, aparentemente ordinario, se convierte en el escenario en el que se desarrolla la historia de la humanidad desde el principio de los tiempos hasta un futuro todavía desconocido.

Aunque la película presenta diversos personajes y eventos, el verdadero protagonista no es el individuo en sí mismo, sino el lugar en el que habita. A lo largo del film se muestra como el espacio se va adaptando a las diferentes personalidades y circunstancias de sus habitantes, así como las paredes que lo delimitan reflejan la historia de todos aquellos cuyas vidas han transcurrido en su interior.

El espacio como protagonista principal pasa de ser un refugio prehistórico a un inmueble en el que se desarrollan las transformaciones de la historia: las guerras, los avances tecnológicos y, finalmente, la desocupación. Esta inmovilidad del espacio frente a las constantes transformaciones humanas, plantea una pregunta fundamental: ¿qué es lo que se mantiene inmutable a lo largo del paso del tiempo? Las personas y sus vidas cambian, se desvanecen, pero los lugares que habitan son los que custodian la memoria de todo lo vivido.

La habitación puede estar vacía en un momento determinado y, al instante siguiente, repleta de gente celebrando una fiesta en los años 70. Luego se convierte en una oficina del siglo XXI, un taller de costura del siglo XIX o una estructura derruida en el año 2120. Es como si estuviéramos viendo las capas de la historia superponerse una sobre otra, sin una continuidad temporal, revelando cómo la vivienda es tanto un espacio físico como un cruce de historias humanas. La vivienda, como la vida, no permanece siempre igual.

El argumento de la película nos lleva a pensar: ¿cuánto de nosotros queda en los lugares que habitamos? ¿Cuántas veces hemos sentido que una casa “guarda” algo que no sabemos explicar con palabras? La habitación se transforma sin cesar, pero sigue siendo la misma. Lo que cambia es lo que ocurre dentro. Es una forma poética de hablarnos también de nuestra propia subjetividad: no

somos siempre los mismos aunque estemos en el mismo lugar y, tal vez, los lugares tampoco sean los mismos después de haber sido habitados por distintas personas.

La vivienda deja entonces de ser solo un espacio físico para convertirse en un tejido vivo, una extensión de nuestras emociones, un recuerdo de lo que hemos sido. Pero Here nos remarca que incluso eso es transitorio. Las casas se transforman, se venden, se derrumban, se reconstruyen o se abandonan. Lo que hoy es una habitación acogedora, mañana puede ser una ruina o un simple solar. Sin embargo, la memoria de lo que ocurrió allí permanece, al menos en la imaginación de quien lo vivió.

La vivienda no es solo donde dormimos, donde comemos, donde nos enamoramos… También es donde lloramos en silencio, donde bailamos sin que nadie nos vea, donde soñamos, donde crecemos y donde convivimos o estamos solos con nosotros mismos. Es, en definitiva, un hogar. Here no necesita grandes efectos ni una narrativa convencional para recordarnos algo muy simple y muy profundo: vivir es habitar, y cada espacio que ocupamos, por breve que sea el período de tiempo, nos deja huella; del mismo modo que nosotros aportamos nuestra identidad a ese espacio.

Tal vez, como en la película, nuestras casas también nos sobrevivan y alguien, dentro de cien años, habite la misma habitación en la que nos encontramos. Aunque no lo sepa, habrá algo de nosotros allí: un eco, una sombra, una historia silenciosa que seguirá latiendo eternamente entre sus paredes.

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