¿D’ónde vien el nome Piñera?

La Mata. El Zreizaléu. La Terrona. La viña so casa. La Marica. El Cueto… Me cuesta pensar en más nombres sin tener que llamar a mi abuela o escribirle a mi madre. Son los nombres de las fincas de Grullos -el pueblo asturiano de mi familia materna- que me vienen a la mente sin gran esfuerzo. Sé que hay muchos otros nombres que olvido, causándome una gran insatisfacción, así que le mando un mensaje a mi madre preguntándole de cuáles se acuerda ella. Estoy segura de que su lista incluirá el doble de nombres de la mía, y cuando llame a mi abuela por teléfono para hacerle la misma pregunta, su número superará el mío y el de mi madre. Mi abuelo, que fue quien más tiempo pasó trabajando estas tierras, sería capaz de proporcionarme aún más datos. Me diría cuál era su ubicación exacta, me contaría de quién habían sido antes y de quién son ahora, qué se plantaba en ellas, cuándo se habían comprado y vendido, si favorecían las buenas cosechas o si, al contrario, eran peñeos que no daban nada…  muchas más cosas en las que ni puedo pensar. Pero es información que quedará en el olvido -al menos por ahora- por muy doloroso que me resulta aceptarlo, porque mi abuelo murió hace año y medio. Me entristece saber que la persona que mejor podría contestar a esta pregunta –y tantas otras acerca de esta tierra que lo vio crecer y en la que vivió durante toda su existencia- ya no está. Además de la enorme pérdida que su muerte supuso para mi familia y para mí, lamento ver cómo con él desaparece un diccionario de enorme riqueza que servía para conectarnos a ese entorno que va desapareciendo a una velocidad vertiginosa en la medida en la que la forma de vida de la Asturias rural ha quedado relegada a un periodo histórico. Con esto no quiero decir que ya no existan ganaderías o cultivos en esta comunidad, lo cual sería una afirmación totalmente falsa, sino que el número de familias que antes vivían del campo o suplementaban su salario con la agricultura se ha reducido notablemente, al punto que esta labor está ya solo en manos de iniciativas de carácter empresarial a las que aún les sale a cuentas ganarse la vida de esta manera. 

El nombre de Vallín -barrio de Grullos donde se ubica la casa de mis abuelos- se debe a que está en un pequeño valle, en la bajada que viene de Tiscuetu, o Trescuetu, y la subida hacia Las Peñas, otro barrio que está hoy en día separado de Vallín por la carretera general. El nombre de Piñera -lugar donde está el antiguo lavadero del pueblo, que aún recibe agua de un manantial, aunque esté fuera de uso- es un topónimo común que hace referencia a un lugar en el que hay un estanque. El nombre de Folguera –camino que conduce a la ería donde los vecinos de Grullos tienen la mayor parte de sus fincas- alude a “folguera”, término que en asturiano se refiere a la planta del helecho, o folechu, o al lugar en el que abundan estas plantas. Las interpretaciones para explicar el topónimo del pueblo, Grullos, difieren entre sí, pero probablemente venga de la palabra asturiana “gorullos”, que significa grumos, aludiendo de esta forma al terreno rocoso y accidentado de buena parte del pueblo. Esto coincidiría con las constantes quejas de mis abuelos que siempre han dicho que la tierra de Grullos nunca fue la más apta para una buena cosecha. El nombre del Nalón -principal río de Asturias, que atraviesa Grullos por los terrenos del Castañéu y La Veiga- procede del vocablo que se usa en asturiano para nadar, “nalar”. No es difícil explicar Castañéu, lugar donde estuvo ubicado originalmente el pueblo, y que está lleno de árboles de castaño comunitarios. Gracias a la página web creada por el filólogo asturiano Xosé Lluis García Arias, podría seguir indagando en la nomenclatura de este territorio, e interpretando el significado original de cada uno de estos topónimos. 

Una mínima encuesta a cualquier persona mayor de un pueblo nos permitirá no solo hacer un esquema visual de un determinado terreno y su entorno, sino que nos dará la oportunidad de vincular ese espacio concreto con la biografía de cada uno de los vecinos. En el campo, la gente cuenta la historia de su geografía vital con una familiaridad y un cariño que los habitantes de las ciudades solemos reservar para los seres humanos o aquello que ha sido creado por estos: personas, edificios, monumentos, escuelas, parques, tiendas… El hecho de que la gente del campo conozca no solo el nombre asignado a cada casa -el mote tradicional con que se identifica a cada familia- sino el de sus huertas, prados y otros terrenos- nos habla de la enorme importancia que estos tenían en la Asturias de siglos anteriores. Como escribe Javier Fernández-Catuxo en su artículo “Un lugar, un nombre. Cartografía y observaciones sobre la toponimia entre As Figueiras y Barres” (Castropol, Asturias) para el Muséu del Pueblu d’Asturies, «el nombre de los campos, los acantilados y los caminos se aprende con la naturalidad que se aprende la lengua materna o el nombre de las personas. Los lugares del entorno para un niño del campo resultan ser mucho más que un espacio: son parte esencial de su vida, de su familia, de su manera de ver y sentir el mundo.» Olvidar los nombres de los lugares –proceso del que yo, como tantas personas de mi generación e incluso de la generación anterior a la mía soy partícipe, aunque involuntariamente- refleja nuestro alejamiento del entorno natural y esto, a su vez, como en un círculo vicioso, hace que el interés por conocer los nombres sea mucho menor y mayor nuestro alejamiento del campo.  

Prestar atención a los nombres de los lugares es, entonces, una manera de conocer nuestros orígenes culturales y lingüísticos y esto nos ayuda, al mismo tiempo, a crear una relación más íntima con aquello que nos rodea. Llamar a los sitios por su nombre, decir “¿Vamos a dar un paseo por Folguera para ver las manzanales del Zreizaléu?” en vez de “¿Vamos a dar un paseo por ese camino para ver esos árboles del prado que está en el fondo?” no es solo hablar con una mayor precisión, sino que es la forma de saber más acerca del entorno natural del cual estamos hablando y de relacionarnos a un nivel más profundo con él. Aún más. Con la disminución del uso cotidiano del asturianu por parte de las nuevas generaciones, ignorar la toponimia tradicional no hace más que acelerar este proceso, todo ello sumado a la pérdida de sabiduría que conlleva el conocer no solo el nombre del lugar sino su significado lingüístico. Volviendo a la supuesta pregunta mencionada. Si solo contemplamos los manzanales (esperemos que al menos esto se pueda identificar) en el “prado aquel” y olvidamos su nombre –El Zreizaléu o nos acordamos de oírselo a una abuela, pero desconocemos su procedencia, ¿cómo podríamos entender que hubo un día en el que en ese lugar donde ahora hay manzanales se cultivaron zreizales –cerezos en asturiano? Pudiera parecer irrelevante saber que antes se plantaban cerezos donde ahora hay un pomar. Sin embargo, y ante la crisis climática que se acerca rápidamente hacia nosotras, no hay que tomarse a la ligera cómo hablamos y cuidamos –o, más bien, dejamos de cuidar- el mundo natural. Como bien explica la filósofa Donna Haraway en su libro Seguir con el problema: Generar parentesco en el Chtuluceno, «Importa qué materias usamos para pensar otras materias; importa qué historias contamos para contar otras historias.» Es decir, la manera en la cual contamos una historia quizás nos diga tanto acerca del suceso como la historia en sí. Hablar del entorno natural con el mismo cariño y atención como haríamos de una amiga o una hermana muy probablemente aumente nuestra predisposición a querer cuidarlo de la misma manera. En cambio, hablar de este como un objeto inanimado, sin vida, separado de nosotras seguramente tenga ese efecto contrario que ya estamos viviendo. Vuelvo a citar a Fernandez-Catuxo, «Cuanta mayor era la importancia de la tierra como base de sustento, mayor era el detalle y tesitura del conocimiento del terreno y el mapa mental que cada persona adquiría del mismo.» Como consecuencia, cualquier práctica o estilo de vida que nos aleje aún más de la naturaleza y de todos los seres no humanos que la habitan debe considerarse con cautela, pues sus consecuencias no son leves.  

Aunque en un principio pudiera parecer algo totalmente desconectado, la pérdida de conocimiento de la toponimia, y consecuente o paralelamente, el olvido del idioma autóctono de un lugar, puede impactar directamente en el fomento de una relación tóxica, explotadora y dañina hacia la tierra. Así lo explica Robin Wall Kimmerer, botanista y escritora indígena perteneciente al Potawatomi Nation, en su libro Una trenza de hierba sagrada, «Cuando una lengua muere, se pierde mucho más que palabras. La lengua es la morada de ideas que no existen en ningún otro lugar. Es un prisma a través del cual ver el mundo.» En este caso, el mundo del que hablo es uno en el que comunidades enteras vivían del trabajo en el campo, en el que se pasaba más tiempo entre los cultivos que entre cuatro paredes, en el que el sustento de las familias dependía del bienestar de las cosechas, en el que la gente se reunía para recoger castañas en los bosques que compartían cada año y en el que sabían que esas mismas cáscaras podían servir para teñir la lana que esquilaban de sus ovejas, en el que nadie necesitaba un mapa para guiarse porque conocían la curva de cada camino como la palma de su mano. Digo esto sabiendo que corro el riesgo de caer en la fácil trampa de idealizar el pasado, de predicar aquello que dice que «cualquier tiempo pasado fue mejor…», o peor aún, de idealizar lo rural sin tener en cuenta las realidades sociopolíticas que llevaron a que mis abuelos y muchos otros de su generación hicieran todo lo posible por que sus hijas pudieran estudiar, salir del pueblo, y no pasar las mismas dificultades que ellos pasaron. Reconozco que la realidad sociohistórica del campesino de la Asturias rural era lo bastante precaria y dura (teniendo en cuenta que ni siquiera eran dueños de la tierra que cultivaban) como para haber ido abandonando un estilo de vida que no era en absoluto rentable. Dicho esto, aún no se puede negar que en el pasado se sostenía un vínculo tan real y próximo con la tierra que el haberlo perdido no ha hecho más que perjudicar la simbiosis humano-naturaleza, aumentando la despreocupación humana más absoluta por la segunda.  

El olvido de la toponimia tradicional, de su significado en asturiano, y también de la “toponimia menor”, explicada por Fernandez-Catuxo como los nombres que se dan a la topografía más cercana como las fincas y los prados, nos cuenta esta historia. Recordar estos términos, llamar a los lugares por su nombre, no solucionará el problema, pero es un buen punto de partida. Si lo pensamos bien, no llamar a una persona por su nombre es una gran falta de respeto, y el hecho de que hayamos llegado a hacer lo mismo con el campo demuestra la gravedad de la situación, y lo mucho que maltratamos a la tierra. Llamar a un lugar por su nombre y entender de dónde viene no revertirá la crisis climática, ni evitará la extinción del asturiano, y tampoco significa que volvamos a pasar más tiempo en la naturaleza que dentro de los edificios. Pero como ocurre con la topografía menor, esta cuestión no tiene nada de menor, y solo cuando empecemos a hacer cambios a nivel local podremos empezar a soñar con incidir también a escala global. 

Diccionario General de la Lengua Asturiana (DGLA) [en línea] [consultado: 7 abril 2025]. Disponible en internet: mas.lne.es/diccionario/

FERNÁNDEZ-CATUXO, Javier. Un lugar, un nombre. Cartografía y observaciones sobre la toponimia entre As Figueiras y Barres. Museu del Pueblo d’Asturies. [en línea]. 2019. [consultado: 7 abril 2025].

HARAWAY, Donna. Staying with the Trouble: Making kin in the Chtulucene. Durham: Duke University Press, 2016.

KIMMERER, Robin Wall. Braiding Sweetgrass: Indigenous Wisdom, Scientific Knowledge and the Teachings of Plants. Minneapolis, Minnesota: Milkweed Editions, 2013.


Toponimia Asturiana: El porqué de los nombres de nuestros pueblos. [en línea] [consultado: 7 abril 2025]. Disponible en internet: mas.lne.es/toponimia/

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