Era una mañana de sábado, y como cada semana, nos dirigimos al mercado de la Sagrada Familia, situado a escasos quince minutos de mi casa. Hacía buen día, era una buena mañana, había sido una buena semana tanto para mí como mi madre.
Este mercado lleva abierto desde 1993, siendo antes un pequeño mercadillo que fue trasladado su ubicación actual.
Entrando por la puerta, vimos que había una masificación importante de gente mayor, como por ejemplo, el señor que iba con su carro de la compra de color azul todas las mañanas a la misma hora, la señora que siempre tenía prisa por comprar y la pareja que hablaba de la fruta que le gustaba a sus dos nietos. En la frutería se hablaba del olor que tenían las fresas, un olor dulce como la primavera, pero nosotras ya habíamos comprado la fruta en otro ligar, así que seguimos dirección a la parada a la que queríamos comprar, la pescadería, situada justo al lado de la frutería.
Al plantarnos delante de la tienda, como desde hace años, la jefa, una señora muy simpática y muy habladora, nos saludó. Después nos saludó su hija que también trabaja en ese lugar, de hecho, la pescadería es un negocio familiar.
Mi madre pidió turno, íbamos detrás de una pareja muy simpática. Mientras yo miraba desde lejos, si la carnicería había mucha gente, lo que me llevo a decirle a mi madre que me iba hacía allí para hacer la cola e ir más al grano.
Me dirigí hacia la parada, y como había hecho mi madre anteriormente, pedí turno, a la cual una mujer de mediana edad, pelo marrón castaño que iba con su carro de la compra de color granate, me contestó. Esperé un ratito, hasta que otra señora pidió turno, una señora más mayor que mi madre, que tenía el pelo gris, y con aires de superior, de señora que está aburrida con su vida; a lo que le conteste diciéndole muy amablemente, que iba detrás de mí, y así sucesivamente, se iba llenando más el puesto.
Casi llegaba mi turno para ser atendida y proseguir con mi compra. Estaba atenta a la mujer que iba delante de mí mientras pagaba con efectivo, sacando del monedero negro un billete de veinte y unas cuantas monedas. Ya quedaba menos para mi turno. Y al fin llegó, pero no me esperaba que me sucediera aquello.

Cuando la vendedora preguntó por la siguiente persona que iba a atender, levanté la mano. En ese momento, la mujer que iba detrás de mí dijo que iba ella, que yo no había pedido turno, que ella lo había pedido el turno a la mujer que acaba de pagar, lo cual no era cierto. Se empezó a montar un escándalo, la gente empezó a subir su tono de voz, había mucho ruido que rebotaba por el eco de ese lugar.
A todo esto, llegó mi madre, que ya había acabado de comprar a la pescadería. Llegó que no entendía nada de lo que estaba pasando, viendo que estaba discutiendo con una señora y que al rededor nuestro se había formado una pequeña aglomeración de personas. Le conté lo sucedido. Mi madre sabe que siempre pido turno cuando vamos a comprar a sitios donde hay mucha gente esperando ser atendido, dándome la razón al que estaba pasando.
Viendo que no íbamos a conseguir mucho discutiendo con la mujer que ya empezaba con los insultos, decidimos dejarla pasar y esperarnos un turno más, un poco a regañadientes. Eso sí, la señora prosiguió su compra como si no hubiera pasado nada, pagó y se marchó sin ni siquiera decir adiós, un poco maleducada. Volviendo a casa, aún seguíamos comentando lo que había sucedido.
MARIA PRANATI PULGARÍN PIÑOL
