Las palabras no se parecen a las cosas que se designan. He sentido como me convertía en asistente de la tristeza, y aún busco la belleza en ello. Creo un cadáver exquisito cuando escribo con los pedacitos de mi dolor. Siento un gran alivio al hacerlo porque, lejos de reconstruirme, no me hace sentir tan pequeñito. ¿Por qué debo sentirme solo? Porque desde la montaña ves la montaña. Encontrarse atrapado dentro de la soledad, puede ser mortal también.
QUIERO QUE SEPAS QUE YA NO TE CONSIDERO RESPONSABLE.
Una vez compré un frasco transparente imaginando que mi alegría podría mantener a flote mi alma. Pronto me di cuenta de que mi alegría carecía de color, se parecía más bien a un blanco roto por un amarillo chillón. Pinté todo con él. Ya no vivo allí. Ahora descubro el color de las emociones a medida que librero ese pequeño frasco. Como si pudiera raspar el color del iris y seguir viviendo.
Estoy enamorado de mi llanto, lo conozco más que a testigo de mi reflejo en el baño; intenso, mal adaptado, disfuncional e incluso sintomático. Es así como un color llega a ser un diablo del dolor. Podría decir que así es como la cuenta de un collar puede sonrojar al mundo. Pero sola no crea un collar. Yo siempre he querido el collar.
La tristeza durará siempre, eres tú quien tiene las herramientas para comprenderla. La tristeza es aliada. A la tristeza tan solo haré que preguntarle cuánto tiempo pasará hasta que la herida forme parte normal de mi vida. Una herida abierta, pequeña pero abierta. Cuando el dolor es muy agudo, incluso el color se desvanece. Miro mi piel mientras describo ese dolor. Lo imagino como un abrigo de quemadura entre el mundo y yo.
Con los años he entendido que mi cuerpo es mi cuerpo; con sus transformaciones, con mi pena. ¿Por qué habrá tanto sufrimiento inútil? ¿A caso cada pedacito de color es precoz? Lo que sí sé es que el ojo es simplemente una grabadora, con o sin nuestra voluntad. Quizás lo mismo podría decirse del corazón. Aunque, si opera aquí una violencia, queda sin decidir.
Matamos el tiempo, o al menos eso nos dice el reloj. La claridad es tan precoz que una de sus principales características de su verdad es que se hace pasar por la verdad misma. Hace días que me siento en la cama para escribir estas líneas mientras escucho música. Con respecto a esto, estoy listo para definirme como un tullido emocional. Contemplarme me recuerda al juego de “ponle la cola al burro”. Por supuesto que también puedo quitarme la venda y decir que no quiero jugar a este estúpido juego. Pero también es cierto que chocarse contra la pared, ir en dirección equivocada, o arrancarse la venda, es tan parte del juego cómo ponerle la cola al burro.
Pregúntate de qué color es la alegría. No podemos leer la oscuridad. No podemos leerla. Es una forma de locura, aunque una muy común, que lo intentemos. Mi juicio dice “no te estás esforzando lo suficiente”. ¿Cómo puedo contarle que no esforzarse se ha convertido en estos últimos días, en la cuestión en sí, en todo el plan?
Me he estado intentando ubicar en una tierra con mucha luz solar, y así, adivinar mi voluntad. “Naufragarás” me dice el mundo. Bajarás a un inframundo de color oscuro, un color de fantasmas hambrientos con los rostros de todos aquellos que has querido. ¿Qué depresión jamás pareció un fuego?
A veces mi vida parece tan surrealista que siento que me han mandado al otro lado del mundo en una caja de cartón con muchos sellos. El viaje es un poco turbulento, a veces incluso penoso; doloroso como una herida abierta.
La voz de mi madre es como una sombra ronca de su gloria pasada. Me entristece. Sin embargo, el color cede paso a la oscuridad y, después de todo, la oscuridad crece hasta volverse un cono de luz. Para Platón el color era un narcótico tan peligroso como la poesía. Hay quienes dicen que con el tiempo logramos la sobriedad y dejamos atrás nuestro amor impulsivo por la intensidad. Aprendemos a querer cosas más suaves, con más sutileza.
Aprendemos a hablar de la fragilidad del tiempo a través del cuerpo sensible, de los saberes que atraviesan nuestra estructura viva, latente y confluyente. A hablar de aquello que trasciende a nuestra geometría afectiva; somos la materia orgánica que muta a través de una emancipación constante. Nuestra “otra piel” asume lo que hay tras nuestros gestos fantasmas y, desnudarnos, supone en sí mismo un acto tanto poético como político.
Me arranco la piel al escribir estas líneas. Escuece saber que lo leerán todos aquellos que sangren aún les maree la sangre. Porque de algún modo un objeto tiene sentido cuando tiene quien lo usa. Vengo a hablar de mis fantasmas, de mi herida abierta, de la espina que se me clava como una flecha candente al pecho. Así se siente la marcha de un ser querido. Creo.
Pensando en quién soy olvidé que nací. Me han pasado tantas cosas de semejante calibre que recuerdo haber nacido muchas veces. De hecho, aún recuerdo el último suspiro de mi padre. Creo recordar que ahí fue cuando la vida se me aparecía de nuevo. Suelo pensar que escribo con tal de extraer conclusiones de mis textos más impulsivos.
Es como sentirse en una caída libre persistente. Me caigo. Siento la presión de la atmósfera sobre mí cuando alguien me pregunta la hora. Vivo en mis carnes la misma fragilidad del tiempo como para que alguien venga a robarme, lo que para muchos es tan solo “un momento”.
Que te cuiden con ternura, que no te sientas solo. Que quien lo ha perdido todo conoce el valor de una caricia; un intervalo de tiempo donde la vulnerabilidad emerge y una mano cose heridas. Aunque me haya salvado la vida, estoy harto de la psicología. Estoy harto de buscarle cinco patas al gato. Si tan solo no intentaras pronunciar lo impronunciable, nada se perdería. Nos hemos convertido en lenguaje fílmico. Si un film representara mi día a día sería catalogado como una película de serie B de aventuras en una jungla titulada Hambre de libertad. Cortar los carretes en un esfuerzo de aislar lo que más me gusta observar y proyectar el mosaico de retazos resultante a través de la lente de mi color favorito, es, sin duda, ahora mismo, lo que yo llamaría la película perfecta.
Cuando uno comienza a recolectar fragmentos de un denso color, se podría pensar que se trata de un tributo a los colores de los que provenían. Pero un ramo no es ningún homenaje al rosal, ¿entiendes? Durante años he recolectado aquellos pedacitos de mi alma que según la emoción discernía de un color u otro. Y aunque no pueda recordar de dónde venían cada uno de ellos, los amo igual.
Hablaría también de mi misterio preservado para siempre. Todo un temón, como el ala doblada de un libro o un abanico nunca abierto. No escribo porque me aburra, lo hago como si se tratara de un recipiente vacío para inundarlo con cualquier anhelo, temor o sufrimiento, según el ánimo del día. Escribo porque tengo cosas que decir. No pretendo cometer el error de pensar que todo anhelo es deseo. Pretendo quitar la carga de lo común, todo un símbolo a desvelar.
Desde la idea de cobijo, ¿cómo se vuelve a sonreír? Es que ya es enero y siento que me lo han robado todo. Estoy ante esta página en blanco decidiendo qué escribir(me).
¿Por qué a mí?
¿Qué canción sonaba?
¿A qué hora fue?
¿Qué hice mal yo?
¿Cuánto debo al que me da?
¿Volveré a soñar?
¿Por qué a mí?
Está claro que me pesa cuando pasa, y es que todo lo que pasa me pesa.
Me agoto entre pensares. Me pregunto si todo lo que me pasa, me pasa por algo. Me hago pequeñito cada vez que oigo hablar de ti, pero me hago muy grande cuando me recuerdan que me quisiste como a nadie. Siento un agujero aquí dentro mío. Este agujero ya existía, pero cada 24 de febrero te cuelas una y otra vez por él. Un corazón puede ser hogar para nómadas. No soy ningún soldado, tan solo soy un pobre chico que juega a ganarse la vida. Yo soy de aquí, de las tinieblas, y aquel tipo un monstruo que vino a recordármelo; que no estoy vivo, o que lo estoy demasiado.
Estoy acostumbrado a guardar mis emociones en un frasco. Esta vez no cabe tanto daño ni en un puño. Hace rato que sangro letras, porque como bien dijo Sartre, la tinta con sangre entra. Confuso. Confuso es despertarse con los pantalones bajados y un fuerte dolor como si te hubiesen partido en dos. Rabioso por haber permitido, de no haberlo sabido, frenar al monstruo que vino a verme. ¿Por qué no puede ser la vida una manera de ver el mundo?
Admito que podría sentirme solo. Sentir la soledad puede llevarte a ramalazos de calor candente, a aferrarte a casos y causas inalcanzables. Fíjate en el fuego; nos demuestra que nada nos pertenece, que solo poseemos el presente, lo que tan solo dura, un instante. Aprendes a vivir sin prisa cuando esto lo entiendes; cuando un instante perdura y se sostiene en el tiempo de forma confusa, con una intensidad elevada.
Cuando uno lo ha perdido todo, es el cariño de un abrazo sostenido, lo que te mantiene vivo. Dime, ¿qué has aprendido llorando? ¿Qué aprendiste de la tristeza? ¿Por qué te da miedo desbordarte?
La furia es ciega y apurada, mientras que a la tristeza lo que menos le gusta es quedarse desnuda. A veces sangramos desde ninguna cicatriz; desde lo más hondo, desde los pliegues más incógnitos de nuestro cuerpo. Se trata del riesgo que corres al sentirte frágil. A fin de cuentas aprendo de lo que no me pertenece.
¿Qué hace tu poesía? No es ninguna diosa, es más bien una invitada. Hay un bosque y es traslúcido, para así poder ver emerger las palabras de los rincones. Hablamos. Algo me dice que la producción puede ser venerada también, simplemente porque existe. Pero no hay ni existe un Edén, de hecho ni siquiera el bosque donde nos encontramos ahora sentados. ¿Ahora qué sentido tiene regar las flores del jardín que hiciste crecer en mí? Supongo que mantener la cualidad esencial aún viva hoy delante de nosotros, y no matarla con la palabra.
Escribir es en sí mismo un ecualizador asombroso. Podría haber escrito estas líneas drogado, borracho; la mitad desde mis lágrimas de agonía y la otra mitad en estado de desapego. Las letras me dicen dónde está todo aquello que dejé ir. Porque las verdaderas noches tienen dos lunas; una para iluminar, la otra dedicada a mí. Al final se trata de hacerse hueco donde ya no cabes. Ese es el poder de la letra; hacer sentir el dolor que solo un poeta sabe. También mata el tiempo. De hecho, quema el dolor arduo que tiendo a sentir antes de escribir unas líneas. Nivela los dos lados de la balanza, sin duda se trata de una lluvia fuerte y pasajera.
Perder lo que uno ama puede dejarse tal y como está, pero es más complejo que eso. Por ejemplo, cómo se puede explicar que cada vez que reviento un globo con un alfiler, este vuelve a inflarse en cuanto le doy la espalda. ¿Cómo le digo yo a mamá que no volverás para Navidades a cenar? No es accidental que pensemos cosas si nos cambian las cosas de lugar. La belleza, de hecho, ni esconde la verdad ni la desvela. Lo pasado, pasado está, y lo mejor es que lo podemos dejar así. Pero no, no puedo dejar ir.
Si alguien observa el sol, puede retener la imagen en sus ojos durante varios días, escribió Goethe. Se trata de un juego de memoria y tiempo. ¿Quién dice que esa imagen no sea igual de real? Es la necesidad de conectar con la otra dimensión la que me alienta a perseguir un sueño, una imagen, los colores de cada emoción sentida. La escritura hace algo a la memoria, tiene el efecto de un álbum de fotografías de la infancia, donde cada palabra sustituye el recuerdo que buscaba preservar.
Está lo suficientemente claro que no soy una persona reservada, posiblemente sea un tonto que solo busca protagonismo a través de sus letras más sinceras escritas en un loquero a sus 23. No sé de dónde he salido, lo que sí sé es de dónde sale todo este amor por la ruina. Pero yo no sé hablar ni separar el amor del amante sin provocar algún tipo de carnicería. Es curioso pararse a pensar sobre como queremos que nos vean y nos entiendan. Supongo que algún día lograré cruzarme con mis letras y hacer como si no las conociera, como si no hubiese pasado nunca nada entre nosotros. Pero qué triste sería eso. Es como borrar lo que un día me dijiste.
No se puede entrar dos veces al mismo río, dijo Heráclito, el de los acertijos. Igual que el fuego nos recuerda que nada es nuestro, de algún modo somos y no somos, aquello que siempre nos prometimos ser. Aún recuerdo a mi yo pequeño, asustado y avergonzado por no saber a qué sabía la vida. Se parece al de hoy, que lejos de reconstruirse aún se pregunta si cumplió su cometido. Es por eso que no se puede entrar dos veces en el mismo río, porque, ni es el mismo río, ni se trata del mismo hombre. La vida pasa y deja huella, acostúmbrate, le digo a mi niño interior.
No soy seudocientífico, pero sí que alguna vez me he planteado la memoria como materia. ¿Qué hay de los recuerdos que se determinan como trazas en nuestro pensamiento? ¿O si cada vez que recordamos algo es el pensamiento que se trata de una traza nueva que alberga nuestro imaginario? Lo que sí sé es que mis trazas, mis recuerdos, mis garabatos, huellas, y hologramas, los restos de mi habitación y almacenaje, todos ellos, los he entregado a su deterioro.
En cada hogar donde viví, construí un pequeño faro por si tenía que regresar. Se trataba de reunir pequeñas luces atadas al marco de la ventana. Así como se dice que los ojos son el espejo del alma, de algún modo, mi cuarto mutaba cada vez que me tomaba el tiempo necesario para ordenarlo, para ordenarme, para transicionar. Creo que, a decir verdad, mi cuarto se ha parecido siempre a mí. A todas esas cicatrices de las que hablo, de las arrugas, los lunares, actitudes o presencias. Ya sea de forma consciente o no, los lugares y las personas son transversales, se retroalimentan hasta hacer visible, palpable y transitorio lo intangible. ¡¡Que suenen campanas allí donde logré crecer!!
Y de repente te sientes. Lejos, sobre todo. Lejos de algo que vive dentro y contigo. Lo que más me asombra de una imagen, es que me lleva a lugares en donde he creído estar. Dime que no te ha pasado nunca, que, de repente, un encuadre, al igual que una cuestión, te hace saber la respuesta. Cierras los ojos y es como si lo vivieras en el momento. Es como cuando recuerdas un aroma, cuando un escalofrío te recorre y sientes que es ahí donde quieres quedarte. Un nudo en la garganta te hace saber que en ese momento, en el “aquí y ahora”, no-quieres-nada-más.
Lo mismo sucede con las ventanas. Son pequeñas compuertas a otras dimensiones, sitios en los que ocurren cosas. Sin embargo, las ventanas son los poros que vislumbran esos pequeños recovecos que, al igual que nuestro cuerpo, alberga. No sé si has tocado a alguien hasta el punto de aprenderle de memoria; es como, a oscuras, saber dónde está el interruptor. Saber mirar, aprender a observar; disfrutar de la luz, descubrir en la oscuridad.
La vida no se trata de preguntarse al final del día qué ha sido real y que no, se trata más bien de preguntarse que ha sido dulce y qué amargo. Ocurre con frecuencia que tratamos el dolor como la cosa más verdadera; conocemos el placer como algo menos placentero de lo que es, y al dolor más doloroso de lo que parece. A favor del placer, entonces diré que el color amarillo y hacer el amor contigo son sin duda de las sensaciones más dulces que me han sucedido en esta tierra.
Mientras recolectaba estancias en los pequeños balcones donde mi niño interior sobrevivía, –archiva- dores, fotografías, textos, mi propia memoria…–, en lo que más pienso es en la anemia del proyecto, una anemia que parece evolucionar en proporción directa a mi entusiasmo. He llegado a pensar que he recolectado lo suficiente como para hablar de un libro de balcones. El espectáculo sucede y se acaba; escenografía desmontada. Mi vida puede cambiar, y cambia.
Algún día dejaré de luchar contra el mundo. Ese día empezaré a amar y dejaré de tener esperanzas. Quizás con el tiempo dejaré de echarte de menos y aprenderé a quererte a medias, papá. Que el futuro no se pueda saber, es para muchos suturarse al presente, en cambio, para otros se trata de entenderse mejor como un chiste o error. Para mí, que me he llegado a denominar como un juguete roto, entiendo el futuro como margen de posibilidades de que las cosas puedan suceder. Uno puede deambular por el paisaje buscando pistas, pero a veces ni la montaña más alta deja al descubierto las conclusiones. En cualquier caso, ya no cuento los días.
Quiero que sepas, que si algún día lees esto, que hubo un tiempo en el que hubiera preferido tenerte a mi lado antes que cualquiera de estas palabras; hubiera preferido tenerte a mi lado antes que todo el amarillo del mundo. Que cuando estabas vivo, intentaste ser alumno, no del anhelo, sino de la luz.
Pero también es cierto que las explicaciones acaban en algún lugar. Este podría ser uno, por ejemplo.
