No hace calor, no hace frío. Escucho el mar, pero no huelo la sal. Enfrente solo tengo una pared, marrón, oscura, infinita, no distingo a qué distancia estoy realmente de ella. Delante de la pared marrón me encuentro con un arco blanco sin puerta, iluminado por una pequeña ventana que está justo a su derecha. El haz de luz que se cuela ilumina las motas de polvo en suspensión. Algo me pone triste. Es una tristeza muy tranquila. Me doy cuenta de que mis ojos no son los que observan el lugar, sino una lente antigua. Me percato de ello porque noto un aura resplandeciente y blanquecina alrededor de la imagen. No puedo ver más allá del visor de una cámara analógica.
¡Qué habitación más extraña!, parece que en este sitio el tiempo no es capaz de dejar su marca. Estoy tan fascinada por el lugar que ni siquiera me he notado que detrás del arco blanco acaba de aparecer una mujer joven, de pelo largo, lacio, oscuro. Más que andar parece que flota, se desplaza como la brisa, suavemente, sin dejar rastro. Un vestido rosa cae desde sus hombros y se ciñe a su figura solo hasta su cintura. Lleva un ramo de flores, blancas y amarillas, de diferentes tamaños. Lirios, mimosa y jazmín entre otras. Se apoya en el arco y se queda quieta. Me mira, me sonríe. Hasta ahora inmóvil me doy cuenta de que yo también formo parte de esa escena, la cámara existe y yo con ella. Un escenario perfecto para una foto. Quiero sacar una foto, busco el botón, fijo bien el enfoque y…
Nada, no puedo sacar la foto. Vuelvo a intentarlo y fracaso de nuevo. Ella sigue sonriendo, a la espera, no parece forzar la postura, ni cansarse, parece que para ella es lo más normal del mundo. Pruebo una tercera vez con el mismo resultado que mis intentos anteriores. ¿Por qué no soy capaz de sacar una foto? No puedo mover la cámara de sitio, solo ahora me doy cuenta de que tal vez está posada en un trípode. Si la muevo será más fácil, pienso, pero no puedo moverla. Ella mira hacia la ventana y vuelve a mirarme, y me dedica otra sonrisa.
-Perdona, no puedo sacar la foto- pienso, porque tampoco soy capaz de hablar.
Empiezo a frustrarme. Estoy paralizada, una fuerza mayor impide que interactúe con ella. Siento que si no saco ya la foto ella se irá y yo no podré tenerla para siempre. ¿Y si yo tampoco puedo moverme? Pero tras preguntármelo consigo separarme de la cámara. Y entonces, todo desaparece.
Solo quedan las olas. El mar. Ni pared marrón, ni arco, ni ventana, ni mujer, ni ramo. Solo la cámara, una plataforma de cristal que me sostiene y el mar. ¿Dónde me he metido? Vuelvo mirar por el visor de la cámara y ella sigue ahí, esperándome. Observo cada detalle de la escena ahora nerviosa, como si alguna de las olas que escucho fuese a borrarlo todo. Quiero recordar, quiero recordar…
Vuelvo a apartar la vista del visor y miro al mundo exterior: busco pistas, algo de contexto. Aunque sea de cristal, siento que la plataforma donde se apoyan mis pies puede aguantar, que le salte encima, la golpee y me enfade. Ahora veo claramente que la cámara no tiene ningún trípode, sino que esta estática en el aire, en la posición perfecta para que mis ojos la utilicen. Intento cogerla, moverla, tirarla, pero está congelada en ese mundo.
Y sigo sin poder sacar una foto.
Vuelvo a mirar y la mujer ahora solo me sonríe con los ojos. No llega a decir nada, pero entiendo perfectamente que me acaba de decir- No pasa nada, pero tengo que irme- Y de la misma forma que apareció ahora se desvanece tras el arco y tragada por el marrón. Y la cámara también desaparece. Y las fuerzas que me controlan también. Y ahora mi tristeza cobra sentido y se vuelve amarga.
Ahora me acompañan las olas, cuyas gotas al romper con el borde de la plataforma me salpican. Me siento y las observo. Realmente no ha cambiado nada, no he perdido nada, de hecho, he hecho todo cuanto he podido. Me arrepiento si cabe, de haberme enfadado y aporreado el suelo, de no haberme quedado un poco más de tiempo mirando. Pero lo que sí tengo es más importante. El recuerdo de haber compartido ese instante.
