Mariona Font
Recuerdo una vez que mi padre me habló del amor. De un tipo de amor. Me contó una historia de hace tiempo en la que fuimos a la boda de un amigo de mi madre, un compañero del trabajo. Yo no lo recuerdo, debía tener solo cuatro o cinco años. Durante la ceremonia, los novios pronunciaron sus votos y la novia recitó un poema de amor. Pero no cualquier poema, repleto de tópicos idealizados y frases cursis. Un poema de amor verdadero, amor puro, amor que hizo enmudecer a todos los invitados y desear saber amar de aquel modo, tan intenso, tan profundo, tan real. Fueron tan bellas esas palabras, que incluso a mi padre se le aguaron los ojos y soltó alguna lágrima silenciosa. Yo nunca he visto llorar a mi padre. Jamás.
Sin embargo, aquel matrimonio no fue más allá de la luna de miel. Se ve que la novia, quien tanto amaba a su esposo recién estrenado, ya tenía preparado ese mismo poema de amor para otro hombre, en otro país.
Yo he experimentado muchos tipos de amores distintos. Pero creo que siempre cometemos el mismo error. El querer materializarlo. Explicarlo, ponerlo en palabras vacías y querer que sea algo real y fácil, que se vea. Que todo el mundo lo pueda percibir y que lo envidien. No sabemos qué sentimos, ni por qué, ni cómo. No sabemos lo que hay que hacer porque no hay que saberlo. Queremos respuestas para todo lo inexplicable. I es que el amor es eso. Algo sin sentido, sin pies ni cabeza. Amor loco, amor porque sí, y porque no. No se puede aprender a querer. Solo se puede querer sin más. Quererse bien, o mal, quererse mucho, fuerte o débilmente, poco o durante un tiempo. Dejar de querer. También forma parte del amor dejar de sentirlo.
Querer sin saber por qué queremos. Como algo animal, instintivo. Aceptar el amor como algo fugaz y pasajero, o aferrarte a él como si fuera un bote salvavidas.
La culpa del mal querer hace que malgastemos el amor, mutilándolo, embelleciéndolo y envenenándolo con mentiras y sentimientos falseados. Forzamos al amor para que sea lo que nosotros deseamos que sea. Un amor inventado, personalizado, un amor de carne y huesos, lejos de aquellos cuentos griegos que hablaban de diosas y cupidos con flechas y alas, haciéndonos entender que el verdadero amor escapa a las manos del ser humano, porque es algo celestial que una vez toca el suelo, se destruye.
No es justo querer apropiarnos de él de este modo tan ególatra y despiadado. El amor no se lo merece. No merece un trato tan crudo, infectado por nuestros complejos y defectos. No merece ser la excusa de tantos errores que solo nosotros hemos cometido, ni el argumento válido y de apoyo que justifique nuestros actos impulsivos.
Un amor mancillado, maquillado, mutado. Eso es el tipo de amor que más he conocido, con el que más he interactuado, de cerca y de lejos. He crecido envuelta en ese amor y he tenido que luchar para desmitificarlo, para alejarme de él y poder sentirlo desde fuera. Para poder pelear contra él, quebrarlo, hacerlo pedazos y recomponerlo una y otra vez en busca de alguna imagen perfecta que me ayudara a visualizar con distancia el gran puzzle con el que todos jugamos, pero que jamás vamos a terminar, porque lo que en realidad no sabemos es que nos faltan piezas.
He reflexionado tantas veces acerca de ello que incluso he llegado a aborrecerlo. Me siento como un niño pequeño que no se quiere hacer mayor, al que le da asco ver cómo sus padres se roban un beso a escondidas, o esas parejas de jóvenes adolescentes que se absorben los labios con pasión y frenesí en el pasillo del colegio durante el descanso entre la clase de historia y matemáticas. Si lo pienso así, me da pereza aprender a querer como es debido, es un esfuerzo sobrehumano y descomunal. Prefiero ser el Peter Pan del amor, y refugiarme en el país de Nunca Jamás cada vez que alguien pronuncia un “te quiero” susurrado de ese modo tan pegajoso y empalagoso. El grinch del amor soy yo. Del amor mal ejercido, me refiero.
He presenciado tantos fracasos amorosos que con el tiempo he sido capaz de analizar cada fallo, cada error, cada comentario o acción que ha hecho que una relación desemboque hacia una dolorosa ruptura. Tantos corazones rotos que miraba hipnóticamente desde la lejanía, sabiendo que iban a sufrir, observando cómo se dejaban morir conscientemente sin poder hacer absolutamente nada. Y por encima de todo, sin llegar a comprender nunca realmente el motivo por el cual valía la pena.
Tengo tanta presión por saber querer adecuadamente… Madre mía, yo solo quiero querer bien.
En esos momentos de angustia y amarga desesperación lo único que me produce algo de sosiego es poner el volumen a tope y aislarme por completo del tedioso universo mundano. Escapar con mis odios al edén de la música y dejar que mi mente se evapore en cada golpe de compás, en cada nota. Respirar, lento.
Supongo que se trata de miedo, al fin y al cabo, todos tenemos miedo al rechazo. Pero lo que a mí verdaderamente me aterra es la indiferencia. La impasibilidad y la apatía. No ser capaz de sentir. Amar sin sentir que uno ama. Por comodidad u obligación, o quizás por conformismo. No hay nada peor que un inconformista conformado. Mi madre solía repetir esa frase a menudo, cuando hablaba sobre mi padre.
Yo quiero poder amar y que se me ensanche el alma con ese amor. Que cada centímetro de mi piel sienta y explote ese amor hasta sus límites. Que el amor me invada el cuerpo y gane la batalla. Rendirme de amor ante el amor. Aunque tal vez, todo eso sea demasiado pedir.
En fin, creo que, en el futuro, cuando me toque a mí pronunciar mis votos de boda, dejaré de lado todos estos discursos románticos e intensos y me dignaré a copiar la letra de All you need is love, de John Lennon. ¿Y qué pasa si no sé querer como yo quisiera? Pues nada. Tendré otra historia distinta que contar cuando hablemos del amor.
