Atenea Carter es, sin saberlo, una activista del amor propio

Fuente: Outofspace Pictures

Entre risas, un vino blanco y una copa de cerveza, Atenea Carter se sienta en la terraza del bar en el que habíamos quedado junto a su perra y fiel compañera, a la que llamó Aretha en un guiño a la gran reina del soul de todos los tiempos. Ya sentadas, se deshace de la distancia quitándose la mascarilla y dejando al descubierto unos labios color carmesí. Es alta, de pelo afro y mirada risueña, y tendría aspecto de una diva del jazz inaccesible de no ser por la llanura y sencillez con que se desenvuelve.

Ha costado encontrar un hueco en su apretada agenda. Viene trabajando mucho estas últimas semanas gracias a la caída del estado de alarma. Para muchos esto significa volver más tarde a casa. Para ella significa volver a trabajar, volver a pisar un escenario y permitirse seguir aprendiendo de sí misma. La pandemia la ha obligado a acabar con la presencialidad de la academia de voz que había abierto en septiembre de 2019, que ahora continúa un recorrido virtual con cierto éxito. Pero en realidad durante la pandemia no ha estado quieta: apareció en FAQS, de TV3, y la contrataron para el espectáculo de Candlelight en Barcelona, donde le hicieron repetir. La primera noche (cuando Atenea asegura que hicieron magia: “hice de nexo entre todo ese maravilloso público y los musicazos que me acompañaron”), puso a todo el auditorio a cantar al ritmo de Frim Fram Sauce, de Nat King Cole.

Está involucrada en muchos aspectos de la vida cultural de la ciudad de Terrassa, en la que reside actualmente y que siente como suya aunque tiene claro que ella es y siempre será de Barcelona, donde creció junto a su madre y su abuela. Frecuenta las Jam session del club de jazz más importante de la ciudad, la Nova Jazz Cava. Recientemente ha establecido relaciones con la sala Ball Vallés, donde le han prestado el espacio que necesitaba para realizar las clases de la coral a capella que acaba de montar con algunos de sus ex alumnos. En la misma sala, se viene encargando también de organizar nuevas Jam Session los fines de semana. Además, durante todo este tiempo no ha dejado de estar presente en sus redes sociales: su Instagram se ha convertido en una especie de video-diario que le sirve como puente para conectar con la audiencia y consigo misma.

Sabe que el músico que no tiene redes (Atenea insiste: “hoy en día si quieres trabajar con regularidad necesitas redes”) no existe, aunque asegura que hay algunos artistas, como Falete o Rosario Flores, cuyo bagaje es tan grande que no necesitan redes (“Han venido a cantar cinco veces ya a la Fiesta Mayor”, sigue). Pero tiene claro que en las redes sociales no se vale cualquier cosa.

-Las redes sociales están para aportar contenido de valor, no para exponerse.

-Acabas de cargarte al mundo influencer.

-Bueno, no… (corrige) Yo creo que los influencers gravitan alrededor de un concepto, pero es vacío. Aunque quizás haya alguien a quien los consejos de “cómo vestirte para parecer más delgada” de Dulceida le parezcan contenido de valor.

En una época en que parece que las redes sociales son el escenario perfecto para la reproducción de los cánones de belleza y para que cada cual diga y opine lo que le venga en gana con la impunidad que le garantiza hacerlo desde detrás de una pantalla, Atenea Carter sobrevive a las imposiciones como un símbolo de la salud mental y el amor propio.

-¿Qué aportas tu?

-Intento aportar valor, y espero ayudar a alguien con ello.

-Tienes un discurso muy afianzado sobre el autocuidado y el amor propio. ¿Es esa tu forma de luchar contra la blanquitud y los cánones del mundo de la música?

-Es curioso, los negros siempre me consideran negra, y los blancos me consideran blanca. No siento que tenga que tener un papel de activismo contra el racismo. Algunos amigos negros que están muy metidos en esto se ofenden cuando lo digo; creen que debería usar mi altavoz para reivindiar más estas cosas, pero no lo siento así… Me gusta ser de todo, pero no soy activista, soy cantante.

-De alguna forma, con lo que compartes sí que te conviertes en una especie de activista del amor propio, ¿no?

-Jo… ¡Qué bonito! Me lo voy a apuntar como presentación -dice tapándose la cara con las manos.

Aún no es consciente de lo mucho que su contenido, repleto de naturalidad, ayuda a otras mujeres a quererse un poco más.

Recuerdo haberla visto actuar unos meses antes en el patio trasero de la Nova Jazz Cava, en la apertura del 39º festival de Jazz de la ciudad de Terrassa, acompañada por los músicos de Groove Collective. Fue la última oportunidad que tuve de verla cantar en directo antes de volver a encontrarnos en este bar de Terrassa. Se paseaba por el escenario sobre unos tacones, ceñida en un vestido negro y cubierta con una blusa oscura. Desprendida de cualquier inseguridad que pudiera entorpecer su actuación, se apoderó de su micrófono Shure 55 -que guarda como un tesoro desde que se lo regalaron al cumplir dieciocho años- y nos iluminó con una actuación sumida en las melismas en la que se dejó el alma. Igual que aquel día, en ocasiones comparte escenario con su amigo, también cantante de jazz, Marc Uroz. Es un tipo alto, de complexión delgada, con un pintoresco bigote azabache que, enfundado en un traje de lentejuelas color plata o un vestido de terciopelo burdeos (depende del día en que acudas a verlo), se inspira en el jazz al más puro estilo old Hollywood de Julie London. Cada uno brilla por sí solo, pero juntos se complementan; hacen magia. Se enredan en un duelo de divas con Lullaby of Birdland en nada más y nada menos que tres minutos de incansable improvisación, eso sí, con la admiración atónita de todo el público, que atiende en silencio.

Pero esa dominación del escenario no le viene a Atenea Carter de la nada; se lo tiene muy trabajado. No ha obtenido nada de eso sin sufrir un poco -o quizás demasiado- antes. Ha cambiado mucho su presencia en el escenario y su actitud ante la vida desde el primer bolo que hizo con tan solo 14 años. Tuvo que aprender a quererse, a auto cuidarse de este mundo que nos maltrata y, como suele decir, a dejar volar a su niña interna, aprendiendo de paso que no puede estar toda la vida cortándole las alas y los sueños a la pequeña Atenea que lleva consigo y que tanto ha crecido en estos últimos meses. Se siente libre, y nosotras nos sentimos libres con ella; gracias a ella. Pensamos que menuda maravilla quererse como ella lo hace, mostrándose con tal naturalidad sobre el escenario y ante una cámara, que si ella lo ha conseguido nosotras también podemos hacerlo; no que vayamos a hacerlo, pero que cuan maravilloso es que una mujer ya lo esté consiguiendo y que además lo visibilice.

Pero ahora, ahí sentada en esa silla de bar, Carter echa la vista atrás con los ojos hundidos y la copa de cerveza a medio acabar, recordando sin demasiados esfuerzos lo que ha pasado para llegar a ser quien es hoy. La vida no se lo ha puesto fácil y ella lo recuerda bien.

-¿Cómo es criarse en una familia de artistas?

-Tiene su parte buena y su parte mala.

Su madre, Ana Chevalier, bailaba claqué, su tía Rossi se dedicaba al baile acrobático y su tía Carol era bailarina y cantante en la orquesta Apolo. Ésta última había trabajado durante años en la revista musical española en El Molino de Barcelona. Crecer rodeada de mujeres artistas le aportó su profesión, pues dejando de lado algún delirio de dedicarse a la medicina para ayudar a los demás, siempre supo que quería ser artista. Pero ese ambiente artístico también hizo que desde muy temprana edad empezase a fustigarse.

-Me decía a mi misma que nunca llegaría a bailar bien ni a tener un cuerpazo como ellas. Llegué al punto de pensar: “no soy guapa, pero soy lista”.

Era la lista porque sabía de música, llevaba desde los seis años tomando clases de piano clásico hasta que a los trece, cuando empezó con las clases particulares en casa del músico Vicente Sabater, la mujer del mismo le dijo a su madre que “la niña” tenía un importante instrumento que debía aprender a explotar: su voz. Entonces entró al Taller de Músics de Barcelona, que tuvo que abandonar seis meses después por falta de recursos.

-Lo tenía todo: piano y voz, pero me faltaba la pasta.

“La pasta” ha sido siempre un condicionante en la vida de Atenea Carter. Lo sería para que tuviera que dejar de asistir a las clases del Aula de Música de Terrassa con 21 años, y para que no pudiera siquiera plantearse la idea de entrar a la ESMUC unos años después.

-Al ser una familia monoparental, en casa siempre hemos tenido problemas económicos. Y en este país, si vienes de una familia que no tiene dinero, no puedes entrar ni al conservatorio. El problema es que no hay educación pública musical. Si quieres formarte tienes que tener dinero sí o sí. Esto es una brecha del sistema y, sinceramente, no creo que sea casualidad.

-¿Qué quieres decir?

-La cultura nos hace abrir la mente y pensar, pero somos más fáciles de controlar si no pensamos, si no somos creativos.

Atenea lo ha tenido todo a favor para rendirse y tirar la toalla. Sin embargo, ahí está ella a sus 28 años, siendo cantante, compositora y vocal coach, sentada frente a mí en esta terraza mientras bebemos y hablamos sobre lo presentes que siguen las heridas del pasado.

-¿Cuál es tu mayor herida?

-Tengo cinco grandes heridas. La anemia falciforme que sufro desde los dos años es una de ellas, porque me acostumbré a echarle la culpa a mi cuerpo de todas mis desgracias, pero la mayor es la del abandono. Mi padre se fue de casa cuando yo tenía esa edad. Entonces, pese a las dificultades económicas y que mi madre pasase a ejercer de padre, era una niña feliz. Yo recuerdo una infancia feliz ¿sabes? Pero con diez años volvió y se marchó de nuevo. Lo más fuerte es que, al tiempo, me enteré de que mantenía contacto con mi primo, pero no conmigo. Ahí me rompió. Desde entonces siempre he pensado que no soy suficiente para los hombres, porque no lo fui para el primer hombre de mi vida, que es mi padre. Por eso todas las relaciones que he tenido hasta ahora han sido desde la codependencia emocional, y de ahí me viene también el ser complaciente y el querer gustar.

Lo explica como un mantra bien aprendido, pero hace escasos meses no podía articular ese discurso, porque no sabía qué le ocurría. Una lesión en las cuerdas vocales -le dijeron que estaba tan mal que no se podía ni operar- la llevó a dar con el también vocal coach Javi Prieto, que la motivó a cursar un máster internacional en vocal coaching con profesionales de primer nivel en el Hospital de Sant Pau. Asegura que gracias a este máster se dio cuenta de que tenía un problema emocional muy grande: “me folló mucho el cerebro; me removió tanto que llegué a darme cuenta de que ni siquiera aceptaba mi cuerpo como parte de mi”. Pero el cambio real llegó en plena pandemia. Se vio obligada a cerrar la escuela que acababa de abrir y acabó con su última relación, a la que había dedicado su primera canción: Qué es amor. Al verse sola y sumida en una crisis acudió a terapia, una acción que no esconde, sino que abandera. Ahora, recostada en la silla de bar y con la copa vacía, reconoce que, por momentos, las heridas duelen y vuelve a caer, así que volverá a terapia en breves (ya ha pedido cita), porque esto de la salud mental es un trabajo largo que nos acompaña de por vida.

Me retiro un momento y cuando vuelvo, Atenea está hablando con el propietario, un hombre esbelto y joven, de no más de veinticinco años, sobre las posibilidades que el local ofrece para acoger pequeños conciertos.

-Tenéis un local maravilloso, no lo conocía. Yo es que soy cantante de jazz y neo soul. ¿Hacéis espectáculos en directo? -pregunta con suspicacia-.

-Sí bueno, lo estamos intentando, queremos darle ese rollo al local. No queremos reggaetón ni trap, eso no nos mola. Pero no es fácil conseguir las licencias, los vecinos se quejan. Tengo que hablar con Ballart (el alcalde), que lo conozco y tengo buena relación.

Salimos del bar con una entrevista y con un posible nuevo bolo. Atenea es una artista hecha a sí misma, una diva con don de gentes de la más pura imprevisibilidad. Volverá a terapia para seguir creciendo, y al día siguiente lo compartirá con todos sus seguidores en redes o con su público en un concierto, para que crezcan con ella.

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