Por Rafael Cribillés
Ni Timotheé Chalamet ni Harry Styles o semejantes son iconos queer. Las referencias no han cambiado, sino el público. Entronizar y generar una ovación a estos artistas es sobredimensionarlos. Además de que el hecho de alabar a un actor hombre cis heterosexual por interpretar roles de personajes gays subyace una condescendencia hacia el colectivo LGTBQ+. Como si se tratase de una prueba actoral o un reto en el que poner en crisis su propia masculinidad.
La normalización implica la no-reacción. Todo lo que genera una reacción sea favorable o desfavorable, quiere decir que no está enmarcado dentro de la normalidad. Por lo que, al aplaudir una pareja homosexual por expresarse, tal vez se piense que se está haciendo algo positivo: impulsando y validando su statu quo. Pero lo que se consigue es reforzar el imaginario de que no ha sido lo correcto, que es una postura iconoclasta y que debe ser aplaudida y validada a modo de defensa. No hay defensa si no hay ataque. La mejor alternativa es la no-reacción. ¿A caso se reacciona de algún modo cuando se ve a un hombre y una mujer cogidos de la mano por la calle? No. No hay ni ningún proceso mental, más allá de: “una pareja”. Esta noción de “una pareja”, es aplastante porque, amplifica la idea de la relación binaria y heteronormativa. Excluyendo todo lo que desafía y varía de la fórmula de género establecida. Se trata de ver las presencias y las ausencias. Por lo que, mediatizar la película Call me by your name por ser una película de contenido LGTBQ+, aunque sea expresar un mensaje optimista y en favor de las producciones cinematográficas de índole gay, no deja de encorsetar la homosexualidad en la marginalidad. Una marginalidad que debe ser reivindicada.
Algo que se extrapola indudablemente a la figura del protagonista, Timotheé Chalamet, como si se tratase de un embajador de la “nueva masculinidad”. No hay que ser muy lúcido para darse cuenta de que el posicionamiento de Chalamet es una minuciosa operación mediática que responde a la factoría del star-system hollywodiense. Los públicos han cambiado, y con ello precisan de nuevos ídolos. Chalamet responde al arquetipo del chico americano, heterosexual, blanco, de clase media-alta nacido y crecido en Manhattan. Pero que sin embargo, pese a estar adscrito a una normalidad tan aplastante, y hegemónicamente deseable, el largometraje que lo ha lanzado a la fama es homoerótico. Por lo que estamos ante un nuevo tipo de tótem post-producido: el soft boy. El funcionamiento del engranaje estelar dista mucho del de los años cincuenta y sesenta, pero en esencia opera de un modo similar. La figura de Chalamet resulta deseable tanto para un público masculino como femenino. Orbita en una ambigüedad sexual –no de género–, en la que puede resultar apetecibe y factible a la imaginación en diversas opciones afectivas. A la vez, se abandera como un nuevo tipo de hombre cis, que desde la indulgencia, hace un favor al colectivo LGTQB+. Representándolo y dándole visibilidad en un film, que por contrapartida los Oscar deciden galardonar, para así sacudirse la caspa simultáneamente.
La presencia de Chalamet no está inscrita en la marginalidad ni la subalternidad. Pero decide apostar por el papel de un chico, Elio Perlman, con dudas en cuanto a su preferencia sexual en plenos años ochenta. Por lo que, genera un personaje capaz de establecer empatía con un determinado colectivo que ha vivido la opresión patriarcal. Pero a la vez, su propuesta estética no es tan radical como para que podamos enmarcarlo dentro de lo queer. Coquetea en un lugar en el que, su incursión al homoerotismo, es tolerable por gran parte de los espectadores. Y Chalamet no deja de ser el chico americano que se morrea con la hija de Johny Depp en un yate en Italia y que acude a partidos de la NBA en el Madison Square Garden. Por lo que, el diálogo que establece con el mundo queer, forma parte de un marketing que responde a una necesidad de generar un nuevo ídolo multitudinario que responda a diversidad de deseos por parte de un público cada vez más plural, mixto y desprovisto de prejuicios. En el que, en los últimos 10 años la homosexualidad, transexualidad, bisexualidad, etc. ha vivido un auge en términos de visibilidad y tolerabilidad. Pasándose de considerar algo indeseable, a algo cool o transgresor. Como si se tratase de una nueva moda de temporada primavera-verano a la que sumarse. Solo hace falta observar a Chalamet fuera de sus intervenciones en premios, galas, alfombras rojas, photoshoots… Su vestimenta no atraviesa más allá que el chandalismo más dejado y despreocupado. En el que no ha destinado ni un minuto de planteamiento estético. Sin embargo, en sus apariciones públicas, –no en el espacio público, si no en un espacio pretendidamente mediático, bajo los intrusivos objetivos de los paparazzi–, todo es distinto. En estos casos, lo vemos luciendo lip gloss, con los ojos sutilmente maquillados, trajes envueltos en flores o tintados de color rosa pastel o magenta… Incluso lo podemos ver, en el festival de cine de Venecia, marcando una silueta que responde y se asocia a una corporalidad femenina, entre otros códigos de indumentaria. Toda una suerte de estrategia(s) estética(s) que enmarca(n) a Chalamet en un nuevo prototipo de masculinidad híbrida que no tiene miedo a jugar de forma sosa y temerosa con el consenso de género: el soft boy. Pero en estos casos, en los que, la celebridad y su –imposible de obviar– equipo de estilistas, agentes de prensa, managers, peluqueros, maquilladores y consejeros, tienen una táctica que intencionadamente transita entre lo heterosexual y lo homosexual, entre lo masculino y lo femenino. Entonces, en este caso lo interesante en este caso es ver hasta dónde llegan sus límites.
¿Hasta dónde es capaz de llegar Chalamet en su carrera a contratiempo hacia la “nueva masculinidad” que se le ha atribuido? No es difícil imaginar a sus estilistas tratando de convencerle para lucir una falda, un crop top o algún tipo de prenda más atrevida. Ante un Timothée asustado, que no está dispuesto a atreverse más allá de manchar sus labios con un lip gloss transparente y lucir un traje rosa. ¿Estamos obviando de forma deliberada a iconos verdaderamente queer y disruptivos como David Bowie, Prince, Liberace, Freddie Mercury, Elton John, George Michael…? ¿O es que la industria cinematográfica es más lenta en encumbrar a figuras LGTQB+ y busca a sucedáneos descafeinados que no pongan en crisis el imaginario conservador de un público masivo? ¿Tal vez sea que la cinematografía indiscutiblemente va ligada a la imagen, a lo visual, sin embargo la música, que posee grandes y potentes pilares queer, puede ser disociada de la imagen? Ya que podemos escuchar I want to break free de Queen, sin necesidad de ver el videoclip de Mercury performando el travestismo. Se abren muchas cuestiones y problemáticas, pero algo está claro: Timothée Chalamet, por enrollarse con Armie Hammer, penetrar un melocotón, usar lip gloss y una camisa de seda no es un icono gay, ni mucho menos. Solamente responde a una necesidad comercial y fílmica de fidelizar a un público ávido de consumir una “nueva” tipología de estrellas.
Por contrapartida, únicamente hay que ver la producción audiovisual estrenada después de Call me by your name. ¿Su título? The King. Veíamos a un Chalamet que se jactaba de su hombría y poder en la Edad Media, actuando de Rey Enrique V. Escenas cargadas de tensión, violencia, imaginería bélica, mucha virilidad y testosterona. ¿Es ingenuo pensar que es casualidad? ¿O se trata de una estrategia que pretende, de forma efectiva, traducir los roles de Chalamet en la construcción de su yo-estrella-mediático? Ya sabemos que el star-system construye a los personajes en términos de una conjunción de la realidad-ficción. Los papeles que interprete Chalamet, serán los que se asociaran a su persona. Por lo que, su trayectoria dramática irá acumulando identidades, y todas serán superpuestas a su figura. Disolviendo lo que en un principio era un Chalamet histriónico de Manhattan, proveniente de una familia de larga trayectoria en el show business. Siendo presentado a castings reiterativamente desde la infancia por una insistente madre, bailarina de Broadway, con el claro objetivo de convertir a su hijo en astro. Por lo que, a nivel de circunstancias y contexto, todo ha sido favorable para la eclosión de un “nuevo” y soft icono de Hollywood que ha emergido velozmente. Eso sí, durante sus quince minutos de fama reglamentarios.
Paralelamente al estreno de Call me by your name, a meses vista de diferencia, se estrenó Lady Bird, en la que Chalamet interpreta al típico macarra heterosexual e insensible. El mismo que desde una temprana edad utiliza a sus compañeras sexuales y se comporta como un capullo. Estas dos identidades, antagónicas de Chalamet, confluyeron en el espacio-tiempo de la cartelera. Por un lado se nos mostraba a un Timotheé intelectualizado, delicado y lampiño. Deambulando por los campos del norte de Italia buscando desesperadamente un encuentro sexual con Armie Hammer. Por otro lado, tenemos a un Timotheé que responde a los clichés masculinos de la heterosexualidad: el pasotismo, la impasibilidad y la opacidad emocional. ¿Coincidencia? Bueno… the show must go on.
