
durante el rodaje de Último tango en París.
La responsabilidad del artista (con su obra)
Pol Kauf
La publicación en enero de 2020 de Le Consentement, de Vanessa Springora, publicado en España por Lumen y Empúries (en sus traducciones española y catalana, respectivamente), provocó un auténtico terremoto cultural en Francia. El libro, un escrito autobiográfico que relata como su protagonista, V., una niña de 14 años, es seducida por G., un escritor consolidado de 50, con quien mantendrá una relación sentimental y carnal, es el trasunto nada disimulado de la relación que la autora misma mantuvo con Gabriel Matzneff, autor francés de prestigio, y pedófilo confeso. El libro de Springora, además de lo repulsivo, brutal y desasosegador de su relato, se erige como un ejercicio de redención propia que plantea abiertamente las contrariedades del legado de mayo del 68, las hipocresías de los intelectuales y público franceses, y nos habla del consentimiento como cuestión compleja y huidiza, singular y plural, ligada intrínsecamente al poder y la responsabilidad, directa e indirecta. El libro, como la polémica que provocó, alude a dos cuestiones, amplias y de largo recorrido: ¿qué hacer con la obra de un artista con una conducta reprochable? Y ¿deben retirarse algunas obras? Cuestiones que, tras el #metoo y sus efectos en el mundo de la cultura y el espectáculo, o el auge de la cultura de la cancelación (cancel culture), toman una relevancia social que conduce a unos debates que, pienso, deberían ser abordados de forma plural.
En estas líneas procuraré responder estas cuestiones desde mi perspectiva. No obstante, antes de responder y a modo elaboración argumental, querría plantear tres interrogantes que este debate comprende y que, pienso, me ayudarán a abordarlo más correctamente: ¿puede el artista, por serlo y en beneficio de su actividad, vivir al margen de las normas (legales y éticas) de la sociedad en la que habita?, ¿debe gozar el arte de autonomía expresiva y ética?, y, por último, ¿debería tener límites esa autonomía?, ¿alguna obligación ética?
Empezando por la primera cuestión, acerca de si la, o el, artista puede comportarse diferentemente a sus conciudadanos en beneficio de su ocupación, existe en ella un problema de base de difícil respuesta, al menos en el mundo occidental (desconozco si en otras partes también y allí donde sí, no sé hasta qué punto se plantea de la misma forma). La cosa es que, en Occidente, (parte d)el arte se ha asociado, probablemente desde el asentamiento de la burguesía (durante el Renacimiento), a la transgresión de valores (burgueses) y a la experimentación que conduce a ella. Este es un factor que ha puesto y pone al, o a la, artista y sus creaciones en una situación especial y delicada, que ha dado lugar a que —no en todos los casos, por supuesto— se le mire con desconfianza o se (le) atribuya cierta aura de persona fuera de la norma, que piensa de forma divergente (out of the box), se rige por otro orden de prioridades y puede llegar a comportarse de forma excéntrica (por adjetivar su forma de actuar de forma tópica y simplista, y —según como— más que eufemística). Con todo, en el mundo en el que vivimos, donde hay grandes consensos —revisables y extensibles— acerca de la igualdad de derechos y obligaciones de todas las personas, quien hace arte no escapa, ni debería escapar, por supuesto, de los límites legales. No obstante, de nuevo, más allá de lo punible, que sin duda debe ser penado, existe lo reprochable, sujeto a la ética, y ése es un terreno algo más complejo de delimitar, por lo variable y sujeto al matiz que está; y es, de hecho, donde generalmente surge el debate.
En mi opinión, la verdadera liberación de la, o el, artista de aquello que la, o lo, limita en sociedad está en el resultado de su creación: en “la obra de arte” —por llamarlo de algún modo (más que discutido). En este ámbito, pienso, “la obra de arte” no debería estar sujeta a restricciones temáticas, expresivas, ni límites legales y éticos, por más que, en su faceta más transgresora juegue con ellos y los ponga al límite. Y considero esta libertad por dos motivos, igualmente importantes. En primer lugar, porque entiendo el arte, y la expresión artística, como la representación estética (figurativa, abstracta, conceptual) de la exploración de todo aquello que nos pueda incumbir, sea propio o ajeno, individual o colectivo, intimista o extrovertido, bello o feo, luminoso u oscuro, positivo o negativo, formativo o embrutecedor, histórico o ficción, real o fantástico, y tantos más binomios posibles que se abren en un abanico extensible y matizado de grados intermedios que anulan la idea misma de binomio. Entiendo la obra de arte como la formalización —provisoria o definitiva— de una exploración que nos enriquece, y que, personalmente, consideraría lamentable que tuviéramos que recortar por principios apriorísticos. Y en segundo lugar, porque entiendo que dicha exploración es “representación”, en un soporte físico (en el caso de la bellas artes y la arquitectura) o formato performativo (en el caso de las artes escénicas, la música y la performance) o a medio camino de los dos (en el caso de la literatura y de la música escritas). Representación autónoma de algo que somos capaces de proyectar y entender —en menor o mayor medida—, porque contiene unos códigos que conocemos —o podemos descifrar—, y que mantiene, o desafía, alguna relación con el mundo que habitamos. Una relación de representación, pienso, que, por muy violenta (en un sentido de incómoda —por real, verosímil o plausible—) que nos pueda resultar, hemos de ser capaces de comprender y respetar. A todo esto, el valor de la creación artística, a mi entender, mantiene una relación autónoma respecto a quien la creó y es un valor, en mi opinión, que estriba del cómo y qué expresa, y de cómo eso es capaz de comunicar con nosotros y transmitirnos, mediante esa combinación de forma y fondo, multiplicidad de cosas. Una multiplicidad mediante la cual —según nuestra experiencia (vital y con el medio) y disposición— sabremos sentir —sensorial y/o afectivamente—, y/o entender nuevos puntos de vista, realidades, y experiencias que nos enriquecen.
No obstante, y aquí la segunda cuestión se (con)funde con la tercera, de la misma forma que debemos respeto a la autonomía del arte —entendido éste como creación artística, “obra de arte”, “representación”—, pienso que no debemos concederle al arte esa independencia en tanto que práctica —actividad—, pues eso abriría la puerta a naturalizar, sin filtro, todo tipo de abusos, y a eliminar el concepto de límite y de consentimiento en el proceso de la práctica artística. Admito que la frontera entre estos dos aspectos del arte, la producción y el producto, es más que delicada y, según los casos, harto difícil —por no decir imposible— de delimitar. Asimismo, el arte, en las vertientes expuestas aquí, comprende tal variedad de intenciones y posicionamientos —prácticos, estéticos y políticos—, que, a la práctica, convierte en ridícula la pretensión de adecuarlos todos a un único criterio. Aún así, me parece imprescindible aclarar de qué filtros y abusos, límites y consentimientos estoy hablando. Sin ni entrar a discutir como toda práctica que cruce los límites de lo legal merece ser detenida (y castigada), las fronteras de lo reprobable son más difusas y por fuerza sujetas a mayor discusión. Pienso en este sentido, que los filtros deben dejar fuera, para empezar, todo aquello que se pueda considerar (diccionario en mano) un abuso, tal como la manipulación —tanto física como psicológica— “artera”, que recurra al engaño o la injusticia. Por contra, la manipulación “hábil” no me parece negativa, ni un abuso, si se entiende que quien manipula y quien es objeto de la manipulación comparten límites y conocen objetivos. En esa medida, quien es objeto de la manipulación consentirá, más fácilmente y con mayor conocimiento, dejarse manipular. Querría puntualizar, respecto a la manipulación, que estoy hablando de ella no sólo en un sentido de interacción directa, como puede ser entre quien dirige —una obra de teatro, una coreografía, una pose, una película— y quien es dirigido/a, sino también como la de quien sea inspiración reconocible para un personaje, se le aluda o refiera en alguna obra, figurativa, abstracta o conceptual, de ficción o memorística. Así mismo, pienso que, por muy autónoma que sea una “obra de arte” tampoco puede usarse como llamamiento manifiesto a la ejecución de hechos aborrecibles o como apología de éstos, ni simples discursos de odio.
Con todo, querría volver a hablar de los límites del arte, y pensar si, en esa autonomía, tiene algún deber ético para con su audiencia. Desde mi punto de vista, y de acuerdo con lo que he sostenido en el punto anterior, encuentro que no. Hay una frase de Graham Greene, acerca de la autora de El corazón es un cazador solitario —por nombrar su novela más célebre—, con la que estoy muy de acuerdo y que, parafraseo: “McCullers y tal vez Faulkner son los únicos escritores desde la muerte de D. H. Lawrence que tienen una sensibilidad poética original. Prefiero McCullers a Faulkner porque escribe más claramente, la prefiero a D. H. Lawrence porque no tiene mensaje.” Pienso que, como viene a decir la cita de Greene respecto a McCullers y Lawrence, la existencia de un “mensaje” —ético, edificante— en el arte impone ciertos límites, (de)limita el campo de expresión y marca la lectura. Por bien que no voy a impedírselo a quien quiera introducirlo en su creación, un cierto deber ético en el arte, en mi opinión, o bien hace que, deje de lado parte de nuestra espectro más oscuro, y su visión del mundo correspondiente, o bien da a entender que se considera que la audiencia —lectores, espectadores, observadores, auditorio…— es incapaz de juzgar el arte por sí misma y debe ser dirigida. Una y otra cosa y me parecen empobrecedoras. Por otra parte, además, pretender que el arte deba tener, o transmitir, unos valores éticos llevaría en algunos casos, pienso, a dos posibles escenarios: uno, a la autocensura; o, dos, a la censura por parte de una autoridad ética ajena al, o a la, artista. Opciones, ambas, que considero indeseables.
Como último apunte, y relacionando lo dicho en el primer apartado, querría puntualizar que así como el artista no tiene porque poner filtro a lo que “dice” en su “obra” en pos de lo que quiera exponer, sí que, a título individual, su autonomía como creador desaparece y toma el lugar, como ciudadano igual al resto, su derecho, allí dónde y cómo se reconozca, a la libertad de expresión, sujeta a las mismas reglas para todos.
Llegados a este punto, y teniendo en mente las tres cuestiones formuladas al principio y que he ido examinando, cabe volver a las preguntas iniciales: ¿qué hacer con la obra de un artista con una conducta reprochable? ¿Deben retirarse algunas obras? Pienso que a la hora de dar una respuesta cabe distinguir entre dos ámbitos, el personal y el público, que presuponen, a mi entender, dos posiciones distintas en cuanto a nivel de responsabilidad.
En el ámbito individual cada cual está, por supuesto, en su derecho de admirar o aborrecer la “obra” de la, o el, artista que sea, según su preferencia personal al respecto. Al fin y al cabo las decisiones que tomemos —acertadas o desacertadas— tendrán un alcance limitado, mayormente a nuestra propia persona, y no precisan de más explicación o criterio que los que nos exijamos nosotros mismos. Desde esta óptica, entro a analizar algunos casos que suenan habitualmente en este debate, como por ejemplo el de los cineastas Roman Polanski y Woody Allen. Personalmente, no tengo problemas con su obra, pues si bien han tratado episodios de su vida o retratado trasuntos suyos en alguna de sus películas, no han usado, que yo sepa, su cine para tratar de reflejar de manera positiva los abusos o conductas reprochables que hayan cometido, ni han sido directores especialmente tiranos con sus actores o resto del equipo de filmación. Cuestión, en cambio, que sí me es problemática, por ejemplo, en relación al conjunto de rumores sin posibilidad de aclaración que envuelven El último tango en París (1972), de Bernardo Bertolucci. La vi antes de conocer toda la polémica que la envolvía, y pese a lo extraordinaria que me pareció la película, cuando leí sobre dicha polémica, debido a la tristeza y rabia que me produce la sola idea de la indefensión de Maria Schneider ante su compañero de rodaje y el director, no he tenido ánimo de volver a verla, y me deshice de la copia que tenía. Tiene un gran mérito como película y puede que quede como muestra de como, pese a su gran calidad, una obra puede no valer la pena el trabajo, esfuerzo y sacrificios que requirió. A nivel personal, supongo que tomé mi decisión y, hasta nuevo aviso —que puede no llegar nunca—, la aparté; con todo, no se me ocurriría tomar esa decisión en nombre del resto y prohibirla.
En este sentido, si pasamos a un ámbito público, la cuestión toma mayor relevancia. A este nivel, la decisión tomada por la autoridad pública o privada —gobierno, instituto de cultura, museo, universidad o escuela, editorial, galería, televisión, etcétera— tiene mayor trascendencia y debe tener en cuenta múltiples aspectos, y dejar bien claros los términos bajo los cuales se premia, promociona, homenajea, exhibe, enseña, edita, da minutos de pantalla, etcétera, a tal o cual persona y obra, so pena de ofender y/o violentar a un individuo o colectivo y/o sus derechos. Desde esto posición, por ejemplo, estaría de acuerdo con la crítica que algunos intelectuales hicieron, este pasado enero, al director del Instituto Cervantes, cuando éste en el marco del homenaje a los 30 años de la muerte del poeta Gil de Biedma —quien en sus memorias había hablado sin empatía de sus aventuras con menores en prostíbulos de Manila— lo calificó, dentro de un recordatorio personal laudatorio, de “persona decente”. No veo problema alguno que se homenajee la obra de un poeta de la talla del autor barcelonés, menos aún en el marco de un centro como el Instituto Cervantes, pero pese a la familiaridad y cercanía con la que se puede tener en la memoria al personaje, hay que saber mantener cierto rigor y ser muy contenido en situaciones y personajes así. Y si se prefería obviar algún detalle biográfico reprochable del homenajeado, para evitar centrar la atención en él, y mantenerla en su obra, como mínimo mantener la misma discreción y evitar faltar a la verdad. Otro elemento habitual en estos debates, en la lista de obras a examen, es Lolita (1955), de Vladimir Nabokov. Una novela que, desde su publicación a mediados de los 50 y pese ser a una ficción, ha sido y sigue siendo objeto de polémica y sospecha. No obstante, sus méritos literarios, su importancia dentro del conjunto de la obra de Nabokov, su desafío —a múltiples niveles— de las convenciones de la América y el Occidente bien pensantes de entonces, y aún de ahora, junto con la profundidad de sus personajes y su lectura, la convierten en un texto que yo considero digno de lectura y estudio y que me apena ver bajo sospecha.

Por último, querría terminar retomando el ejemplo con el que he iniciado este artículo: el caso de Gabriel Matzneff; y ceder aquí el paso a su otra protagonista: Vanessa Springora. Poco después de la publicación de Le Consentement, y en medio del terremoto que provocó, el editor de Matzneff, Gallimard, retiró de la circulación los títulos de éste. Sorprendentemente, o tal vez no tanto, y coincido completamente con su criterio, Springora no estuvo de acuerdo con dicha retirada, que entendió como una censura —a la que ella se opone—, un gesto revisionista y la ocultación —como si jamás hubiera existido— de la prueba de realidad cultural hiriente de la que habla en su libro. Springora, que es editora (literaria) desde 2006, añadió además que, si bien ella por responsabilidad, respeto y no violación del no consentimiento de las víctimas del autor, y ante la evidencia escrita de un crimen, hubiera denunciado a Matzneff, y jamás hubiera publicado ninguno de sus libros, creía que Gallimard, en lo que entiendo como un efectivo acto de reparación hacia ella y las otras víctimas del escritor, debería reeditar los libros de Matzneff con una contextualización para el lector contemporáneo, donde, en lo que entiendo yo como un ejercicio de autocrítica, deberían abordar, analizar y rectificar la impunidad y los errores a los que contribuyeron, y que sirvieron a un aparato y élite intelectuales y culturales para quienes, como dice la autora en su libro, han terminado los días de bonanza, ya que “tras la liberación de la moral [en la que se refugiaron gente como Matzneff y sus acólitos], también empieza a liberarse la palabra de las víctimas.” En el fondo, como en muchas cosas de la vida, es una cuestión de equilibrios.
