CUANDO EL SUDOR SE CONVIERTE EN LÁGRIMAS

Por Aitana Gilabert Gil

Competición de La Mercè en el Club Natació Atlètic Barceloneta, Barcelona, 2007.

Prólogo (escrito por Lupe Gil Terrones)

Campus de verano.  Sol, playa, natación. 

—Esta niña tiene muchas posibilidades. Es trabajadora, obediente y competitiva. Y sobretodo, es muy rápida. Deberíamos ficharla. A futuro nos servirá.

Entra la llamada.

—¿Sí?

—Somos del CNB. Hemos visto nadar a Aitana. Tiene un gran potencial. Si nos la traéis la becamos.

—¿Cómo?

—La queremos fichar en el Club. Queremos que entrene con nosotros.

—¿Pero, cuándo?

—Cuanto antes mejor. Entrenaría con los mayores.

—¿Y cuántos días?

—Mínimo tres.

Pausa. El orgullo de los padres eleva las expectativas de su hija y nubla la intención tras la mala decisión. No hay preguntas.

—Contad con ella.

Aitana tenía 6 años. 

Preparats… ¡Piiip! 

Preparats…. ¡Piiip!

Desde el trampolín, tomo impulso y salto hacia un estado mental en el que no existe otro pensamiento que el darlo todo para ganar. Suspendida en el aire me siento más presente que nunca. “Sé lo que tengo que hacer.” Entro de cabeza en el agua: empieza la carrera. 

Cojo aire en menos de un segundo:

—¡¡¡VAAA AITANA!!! ¡¡¡VAAA!!! —retumbaba la grada.

Solo oigo el eco de sus voces retumbando en mi cabeza al unísono. Me agarro al canto y lo asimilo. Por dentro del agua oigo el zumbido de los chapoteos. La miscelánea sonora se aísla por un instante. Mis brazos y piernas van automáticas: actúa mi inercia corporal.

Vuelvo a coger aire. Menos de un segundo. 

—¡¡¡VA, VA, VA, VA, VA, VA, VA!!! 

Dentro del agua, el suelo y yo. El mosaico del fondo de la piscina delineaba con figuras geométricas la longitud del carril. Recuerdo haber memorizado horas antes sus colores y segmentos para ayudarme a calcular las distancias cuando estuviera compitiendo. Aún así, no podía permitir distraerme. Todo iba muy rápido.

Vuelvo a coger aire y miro hacia el costado. Menos de un segundo.

—¡Barcelooona, EH! ¡Barcelooona, EH! ¡Barcelooona, EH EH EH!

De nuevo, hundo la cabeza en el agua -mi compañera- mientras por dentro pienso:

—¿Toda esa gente ha venido aquí para animarme? Aitana, no puedes defraudarles. No puedes parar, tienes que darlo todo para ganar. Céntrate Aitana, céntrate en nadar. Ya queda menos.

Me preparo y cojo aire. Menos de un segundo. Ya llevo medio carril. Miro hacia el lado izquierdo para controlar cómo van las demás. De repente, veo un cuerpo nadando en el otro carril apurando su distancia hasta la mía. La tensión me ahoga y se estanca en el cuello. Alguien que no existe me coge de los pies y me intenta frenar. El cansancio me consume. 

—No mires al lado Aitana, no mires. Tú sabes que puedes. Lo sabes. Tú puedes. Sabes que puedes. TÚ puedes, SABES que puedes. TÚ PUEDES. ¡¡¡SABES QUE PUEDES!!!

Cojo aire. Miro al frente. Menos de un segundo. Llevaba varias brazadas sin respirar. Vuelvo a oír los silbidos desde las gradas. 

—¡¡¡TIRAAA AITANA, TIRAAA!!!

Yo seguía arrasando el carril. Tiro más fuerte que nunca: era la recta final. 

—¿Ese es el final? ¡Ya veo el final! ¡YA VEO EL FINAL!

Cojo aire. Menos de un segundo.

—¡¡¡A TOPEEEEEEE!!!

Bum-bum. Bum-bum. Bum-bum. Bum-bum. Bum-bum. Bum-bum. Mi corazón estalla. Una ola de espuma emerge desde mis brazos y mis pies. Mi cuerpo toma el mando. Las ideas se apagan. Solo nado, nado, nado, NADO, NADO, NADO, NADO, NADO… ¡Último impulso y toco la pared…!

Pum.

Miro a mi alrededor. No oigo nada. Suspiro. La respiración se mantiene acelerada. Poco a poco, vuelvo a oír las bocinas, los tambores, los aplausos y los himnos. La gente está pletórica.

—He ganado. 

Miro hacia la grada buscando, primero la cara de mi padre y después, la de mi madre. Mis compañeras de competición no existían. Lo demás se desvanecía entre la multitud.

Subo la mirada hacia mi padre y mi madre. No les oigo pero leo sus labios:

—¡¡¡BRAVO AITANA, BRAVO!!!  ¡¡¡BIEN CARIÑO, BIEN!!!

Satisfacción momentánea.

—Seguro que están orgullosos de mí.

A continuación, localizo a mi entrenadora. Busco su aprobación pero no me mira. Camino con firmeza hacia ella, como si de un soldado se tratara. Me acerco, alzo la mirada y responde:

—Bé, 20,04. 

Me rasca cruda la cabeza y yo contesto: 

—Gràcies.

Me dirijo hacia mis compañeros de equipo. Ellos me felicitan pero yo no les escucho. Mi mente se ha quedado en los 20,04 segundos. Al sentarme siento un desgaste descomunal: mis piernas hormiguean y mi pulso se mantiene acelerado. Mientras intento recuperar mi respiración me doy cuenta de dónde estoy, de lo que he hecho y de lo que me queda por hacer. 

Intento consolarme:

—20,04. Bien Aitana, una menos. Ahora solo te queda nadar dos carreras más y te vas para casa.  

Paulatinamente, la adrenalina se fue convirtiendo en nervios. No podía relajarme: debía volver a competir. Debía demostrar ese “gran potencial” en el campo de batalla. Debía mentalizarme de que escapar no era una opción aceptable. Debía superar el reto que me suponía nadar ese carril interminable. 

Tenía 8 años.

 Lo que veía fuera

Lo recuerdo como si fuera ahora. Salía del vestuario con mi look habitual: bañador Turbo con estampado punk, gorro plateado con diseño tribal y mis chanclas Havaïanas favoritas. Las gafas nunca eran iguales.

Entrar en la piscina era entrar en un mundo paralelo. Cruzar hacia su interior me generaba una sensación sinestésica. El cloro, la humedad, la gama de azules y los chapoteos me conectaban al momento presente. 

Mientras me dirigía a la zona de entrenamiento, recuerdo la percepción del otoño y del invierno porque la oscuridad del exterior provocaba un nítido reflejo de nuestras siluetas sobre las ventanas. Las luces blancas contra el agua iluminaban la piscina por dentro y por fuera. No eran luces cálidas, eran frías y estridentes.

Miraba hacia las gradas, una secuencia de cientos de sillas azul eléctrico ocupadas a partes dispares. Por encima de éstas se encontraba el gimnasio, cuya pared de vidrio transparente conectaba las miradas de hombres de cincuenta años observando desde arriba, con niños de preescolar mirando desde abajo. Dentro o fuera de la piscina te sentías observada.

Diez minutos antes de empezar el entrenamiento, aún fuera del agua, mis compañeros de equipo y yo calentábamos nuestro cuerpo y nuestro ánimo. Sentir que formabas parte de un grupo (aunque fuera para echarte unas risas) ayudaba a destensar la exigencia que estaba por llegar.

De repente, en el momento menos esperado (y también el menos deseado) la tensión aflora y se palpa. Todos nos volvemos hacia atrás: 

—Silencio, que viene el Monstruo.

Lo que veía dentro

Un entreno solía durar dos horas. Con suerte, una hora y tres cuartos. El reloj era mi guía.

Al llegar el Monstruo, toda nuestra atención se centraba en la piscina. Cada carril era de 25 metros. 50 metros eran dos piscinas, ida y vuelta. 4 piscinas, 100 metros y así, sucesivamente. En un entreno solíamos nadar entre 4000 y 5000 metros. 

El agua estaba helada pero no había escapatoria. Los primeros largos significaban lo peor y lo mejor: lo peor, porque representaban el inicio del entreno, lo mejor porque ibas a tu ritmo y podías deslizarte y disfrutar, aunque solo fuera un poco, del gusto de nadar.

A lo largo del entreno, solía encontrar momentos de placer a través de pequeñas experiencias subacuáticas. Inmersa en mi mundo de agua, veía el efecto de los focos de luz blanca. Sus destellos se volvían cáusticas que parecían bailar sobre el suelo del carril, una fantasía envolvente que me aislaba de los 800 metros de calentamiento. También encontraba placer al reproducir música en mi cabeza. Para poder sobrellevar la dureza de los entrenos, desarrollé una playlist mental. En función de la intensidad de la serie, aumentaba o disminuía el ritmo de las canciones. Mi favorita era Sledgehammer, de Peter Gabriel, que escuchaba en bucle y me recordaba a mi padre.  

Más allá de estas excepciones, todo el resto de experiencias dentro del agua se reducían a vigilar no tocar los pies del de delante, vigilar que no te los tocaran a ti, bajar tus tiempos cronometrados y hacer todo lo posible para mantener un ritmo de potencia y resistencia por encima de la media. Tengo que reconocer que, aunque mirara constantemente por el rabillo del ojo controlando que mis compañeros no me adelantaran, en el fondo, las ganas de ser la mejor se disipaban al verme reflejada en cada uno de ellos. Al observarles, me daba cuenta de que en cada carril había gente como yo. Niños y jóvenes que pasaban horas nadando a contrarreloj, horas en las que, siendo realista, no había diversión, solo exigencia. Perfeccionar, competir y ganar.

No soy la única que estoy sufriendo —pensaba—. Todos están haciendo un esfuerzo. 

Tenía que tirar, sí, pero no era la única víctima. Había algo en ese pensamiento que me aliviaba efímeramente: me sentía menos sola.

La serie de 50

En ningún entreno podían faltar unas cuantas series de 50. Éstas consistían en repetir 10, 20, 30, incluso 40 veces el proceso de ida y vuelta de un carril, es decir, nadar dos piscinas. Entre serie y serie había unos 50 segundos de descanso, poco pero suficiente para recuperar el aliento.

Este ejercicio era interminable y extremadamente duro. En cada serie debías aumentar un poquito tu velocidad aunque estuvieras reventado. El objetivo era mejorar tus tiempos. Era un control mental y corporal continuo: ve rápido pero sin asfixiarte, apreta pero no petes, respira poco pero no te ahogues. Si quería aguantar, debía encontrar un mecanismo de ahorro de energía para mentalizarme de que, cada vez que tocara la pared, iban a venir muchas series más y por supuesto, mucho más entreno.

Todo era a cronómetro. Cuando hablamos de “crono” hablamos de tiempo y competición, no solo contra los demás sino contra uno mismo. No hay nada peor que los contrarrelojes. A mí me atacaban los nervios. Antes de arrancar, podías proyectarte mentalmente ganando o batiendo tus propias marcas personales, pero la realidad es que del dicho al hecho hay un trecho. ¿Y si al empezar te enrampabas el pie o te fallaban las piernas? ¿Y si el flato te frenaba? ¿Y si la presión de la cabeza te desconcentraba? Evidentemente, no era el fin del mundo. No obstante, debías estar preparado para un castigo: la bronca.

¡AITANA! ¡¿CUÁNTAS VECES TE TENGO QUE DECIR QUE NO DEBES RESPIRAR ANTES DE HACER EL VIRAJE?! ¡¿QUE NO LO ENTIENDES O QUÉ?!

Con la bronca la piscina se quedaba callada. Todo el mundo se volvía hacia nosotros como si fuéramos los únicos personajes de la escena. El Monstruo me miraba desde arriba. Yo le miraba desde abajo agotada, aterrada y atónita. El Monstruo sacaba fuego por la boca. Yo me convertía en presa sin escapatoria. 

El Monstruo y su GRITO

—¡¿NO ME OYES O QUÉ?! ¡HAZ CASO O SAL DE LA PISCINA!

Los Monstruos siempre son iguales, da igual el aspecto que tengan, da igual el deporte que hagas. Les define su mirada de halcón y su actitud tirana. Su lema es que no existe la tregua. Sin sangre fría, sin sudor y sin dolor nunca habrá victorias. Detestan la duda y la debilidad. Si lloras, no vales. Si te rindes, no vales. Si te asustas, no vales. Si el deporte no es tu prioridad, no vales. 

Su filosofía es perfeccionar, competir y ganar. No hay cabida para compartir, valorar o discutir. Uno siempre debe de ser fuerte, obediente y resiliente: dispuesto a aspirar a la élite, cueste lo que cueste. De nada le sirve al Monstruo que un deportista débil, blanducho y sensiblón forme parte de su ejército. La fortaleza es la condición básica de supervivencia.

Su medio de expresión es el grito. Broncas exacerbadas y miradas de proyectil. A veces, sus ojos casi sobresalen de sus órbitas. Su chorro de voz lanza palabras afiladas como cuchillos. No hay filtros, solo insultos y normas. De hecho, cuando el Monstruo chilla es porque ve tu potencial: quiere explotarlo y exprimirlo. Sin que te des cuenta, a través de su doctrina, va apretando tus tuercas para convertirte en ganador antes que en persona. Pretende hacernos a su imagen y semejanza porque no hay nadie mejor que él.

Más lo peor es cuando te hace sentir culpable. Cuando eres rehén del Monstruo, nunca se te pasa por la cabeza equivocarte a propósito, es más, evitas por cualquier medio sucumbir al error. En ocasiones, después de haber dado tu 200% demostrando tu máxima dedicación, el Monstruo desconfía y no ve más allá del fallo. Se retuerce por dentro porque pone en duda tu lealtad, tu compromiso. En su mente, el sentido del error es renunciar a la excelencia para regocijarse en la mediocridad. De ahí, aflora la culpa y la debilidad:

Pero si yo pensaba que lo estaba haciendo bien… ¿Por qué lo hago tan mal? ¡¿Y si me echa?! ¡¿Y si deja de confiar en mí?!  Tiene razón. No puedo rendirme ahora. No debo defraudarle. ¡Soy estúpida, inepta! Lo hago todo mal, no sirvo para nada… Prometo que a la próxima no le decepcionaré, es más, seré la mejor.


He conocido a varios Monstruos en mi vida. Cuando tenía 8 años, 13 años, 14 años, 15 años y 16 años.

Cuando el sudor se convierte en lágrimas

Hace casi seis años dejé atrás una etapa fundamental de mi vida: la del deporte de élite. Duró concretamente diez años. A día de hoy, sigo sorprendiéndome de lo mucho que me condicionó. Me convertí en alguien que no era y lo peor, es que no fue culpa mía.  

Los textos que acabas de leer son una recopilación de escenarios, sensaciones y personajes que tuvieron un papel fundamental en dicha etapa. Cada fragmento habla de un tema en concreto pero a la vez funciona como una escena que se repite múltiples veces en el tiempo durante esos diez años.

El “Prólogo”, escrito por mi madre que tanto adoro, habla de un error que junto a mi padre, cometieron cuando yo tenía seis años. Un error que ha marcado mi vida hasta descarrilarla por completo, pero esa es otra historia. Mi madre y mi padre tomaron una decisión por mí sin tener en cuenta lo que yo verdaderamente quería. Les enorgulleció tanto ver como mi potencial deportivo era reconocido, que se dejaron llevar por los focos y se olvidaron de dar valor a mi opinión. No lo hicieron con mala intención, simplemente omitieron la variable esencial. Desde ese instante en adelante, mi sentido de la responsabilidad se redujo a satisfacer la expectativa de la “hija perfecta” que sin querer, mi madre y mi padre habían proyectado en mí. 

Proyección. Perfeccionismo.

“Lo que veía fuera y Lo que veía dentro tratan de cómo la cultura del esfuerzo y del perfeccionismo se convirtió en mi rutina. Siempre había obligaciones, exigencias: nunca diversión. Me sentía sola y observada a diario: por mis compañeros, por mis entrenadores, por mi padre, por mi madre, incluso por gente totalmente desconocida. Estaba constantemente preocupada por satisfacer las expectativas de lo que internamente pensaba que se esperaba de mí. Me sentía un objeto de entretenimiento.

Expectativa. Autoexigencia. 

“Preparats…¡Piiip!” y “La serie de 50” son dos fragmentos acerca de la presión. A pesar de estar construidos a partir de registros diferentes, ambos son alegorías a la mentalización previa antes de competir, al diálogo interno, a la batería de emociones en plena secuencia competitiva, al sufrimiento físico y mental y a la falta de recompensa después de un insaciable esfuerzo. He llegado a nadar mucho, muchísimo más de lo que hubiera querido. En cada entreno debía superar mi propio límite. El sentido del querer, del poder y del deber se diluyeron en una enorme masa de agua que acabó salpicando todos los ámbitos de mi vida. 

Tensión. Sufrimiento.

Dichas secuencias se complementan con el relato “El Monstruo y su grito”, una metáfora de los múltiples entrenadores tiranos y maltratadores que se han cruzado en mi camino. Lo más doloroso de este capítulo es darme cuenta de que jamás he recibido ninguna muestra de afecto por parte de ellos: ni un aplauso, ni una sonrisa sincera, nada. Ninguno de los Monstruos tuvo la suficiente inteligencia emocional como para descifrar que, dentro de la cabecita de esa niña / adolescente, Troya estaba ardiendo. Sus palabras hacia mí siempre fueron frías y tajantes y acabaron convirtiéndose en aliadas del remordimiento y de la autodestrucción interna.

Autosabotaje. Culpa.

A lo largo de mi historia he pasado de ser nadadora del Club Natació Barcelona, a ser waterpolista en el Club Esportiu Mediterrani, a ser titular de la Selección Catalana de Waterpolo Femenino, a ser preseleccionada para la Selección Española de Waterpolo Femenino y fichada y entrenada por un equipo inglés llamado Otter, en Londres. En el camino, he guardado muchas medallas y copas, eso puedo asegurarlo. Sin embargo, también puedo constatar que ni una sola vez me he sentido recompensada plenamente. Todo el sufrimiento arrastrado no era algo que pudiera paliarse con el oro y con la plata: el éxito conseguido nunca compensó el maltrato recibido. 

Ahora que he tenido el valor de compartir mi historia, debo reconocer que me sigo preguntando por qué el deporte de élite tiene un nivel tan alto de tolerancia a la violencia psicológica. En el Protocolo de prevención de abuso y discriminación firmado por la Federación Catalana de Natación, consta lo siguiente: 

“Todas las mujeres y hombres tienen el derecho a que se respete su dignidad así como la obligación de tratar a las personas con las cuales se relacionan con respeto y de colaborar para que todo el mundo sea respetado. La Federación trabaja para garantizar un entorno seguro y respetuoso para todas las personas federadas, teniendo especial cuidado en las condiciones de convivencia entre deportistas y su entorno.” 

¿Seguridad? ¿Respeto? ¿Dignidad? Más bien hipocresía. Como víctima de violencia psicológica, verbal y física, leer estas declaraciones me indigna profundamente. Nadie sabe lo que se sufre hasta que no se siente coaccionada por las amenazas y subyugada al régimen de exigencia que sufren los deportistas a este nivel. Todo ello deja secuelas temporales que poco a poco van minando la autoestima de la víctima. Hablamos de un tipo de agresiones que casi nunca se reportan, pues dentro de la burbuja éstas se consideran conductas normales. En esta manipulación sin precedentes sobreviven quienes resisten a los gritos. Sin embargo, la gran mayoría no estamos hechos de piedra. Muchísimos deportistas, a pesar de sus dotes y constituciones, abandonan el camino hacia el “éxito” porque son moralmente incapaces de convertirse en aliados del Monstruo. 

Yo fui una de ellas, por ello, ya no nado. Ya no he vuelto a las piscinas. El olor a cloro quebranta mis recuerdos y me revuelve las emociones hasta bloquear mi abdomen y entrecortarme la respiración. El resultado de todo el maltrato sufrido ha derivado en que los fantasmas de mis Monstruos me siguen persiguiendo hoy, pues fueron ellos quienes me arrebataron la ilusión y la convirtieron en un fruto podrido. Por su causa, cuando pienso en la piscina, veo un arma de doble filo, veo un campo de batalla, el estadio del sufrimiento, el lugar en el que no podía ser sin competir, el escenario de agua en el que cada gota de sudor se convirtió en lágrimas. 

Aitana Gilabert Gil

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